Anecdotario político
Anecdotario político
19 de Julio de 2016
Benjamín Ardila Duarte
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Tomás Cipriano de Mosquera era famoso por su vanidad y por su espada, que se la había regalado El Libertador, la única persona a quien admiró. En una cena, para debatir temas religiosos con el obispo de Medellín, se habló de las virtudes de los santos, y el general lo interpeló para contar hechos plausibles de su propia vida, extraordinarios y hasta superiores. El obispo conmovido lo miró y le dijo: “Casi estoy persuadido, gran general, de que usted, en efecto, es un santo”, y quién lo duda, respondió el general.
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No resultaron ser verdaderos los restos del sacerdote revolucionario Camilo Torres, recientemente exhumado. Y hay antecedentes: cuando el mono Lemos Guzmán ideó construir el Pabellón de los Inmortales en la ciudad fecunda, a Popayán llevó los restos dispersos de claros varones de la urbe letrada. Los huesos de José Hilario López, muerto en Campoalegre (Huila), resultaron ser cenizas de mujer, mal final para el gran libertador de los esclavos. Inmediatamente se precisó, con ayuda de las autoridades de Neiva, se desenterraron y se llevaron los auténticos.
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Sobre la Revolución Mexicana, y para la política agraria, Lázaro Cárdenas, presidente de México, repetía: “El indio azteca siente la Revolución, tiene ambiciones y anhelos, y voluntad de cooperar con el gobierno; el Estado tiene la obligación de poner a su servicio los medios de producción y las obras que requieren sus condiciones de vida, cuando es manifiesto su deseo de progreso. Debido a la tradicional organización indígena, ellos entienden el sentido revolucionario del régimen. Sus mismas costumbres los hacen no tener miras egoístas. El indígena rezaba y esperaba hasta el fin de su vida su mejoramiento. Ahora el gobierno es una unidad tangible a la que puede reclamar en base a la Revolución Mexicana”.
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