Benjamín Ardila Duarte

Napoleón siempre ha sido considerado como guerrero. Austerlitz en la victoria y Waterloo en la derrota lo marcaron. Pero estadista también era: Benoit-Mechin lo describe al organizar Egipto; Mamottan, en las Obras de París; Marquiset, en el Consejo de Estado; Jac lo pone a redactar el Código Civil; Ivernois lo describe como administrador y financista. La misma universidad imperial que duró hasta 1968 es obra suya. No olvidar: el estadista abarca la estrategia global en la guerra y en la paz. Eso era El Emperador.

La elocuencia no pasa de moda. Rojas Garrido era desmelenado, iracundo, estrábico y dramático. Laureano Gómez, huracanado. Alberto Lleras, convincente. En Grecia, el gran Demóstenes decía: “Es natural en todos los hombres prestar oído a las inventivas y a las acusaciones. Un hábito pernicioso os hace conceder toda licencia al que quiere calumniar y preferís el placer de escuchar injurias al interés del Estado”. Pero aceptemos que lo que distingue al hombre del animal y al griego del bárbaro es la superioridad de la inteligencia y la palabra.

El presidente norteamericano Eisenhower y el santo papa Juan XXIII fueron jefes de Estado, es decir, políticos. El pontífice le dijo, en fecha memorable, al estadista de la Cruzada en Europa: “Usted fue general y llegó a presidente; y yo fui sargento y llegué a Papa. ¿Cómo le parece?”.

El mandatario venezolano Herrera Campins tenía fama de comer mucho; de ser un glotón de muela respetable. En un restaurante cucuteño, fue bien atendido y pidió un lechón de preparación esmerada. Al verlo con semejante bandeja, le preguntaron si se lo iba a comer solo, y contestó: “Con arroz, plátano, papa y ensalada”.