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Anecdotario Político
27 de Febrero de 2015
Benjamín Ardila Duarte
Es extraño el exterminio de nuestros antepasados por parte de los conquistadores, porque la reina Isabel la Católica, en su codicilo testamentario, tres días antes de su muerte, rogaba que se tratara a los indios de las posesiones ultramarinas “con cariño y benevolencia corrigiendo cualquier error que hubiesen cometido para adelantar el deber de civilizarlos y convertirlos al cristianismo”. Empero, imperó la norma que decía: se obedece, pero no se cumple.
París es una fiesta, libro escrito por Hemingway, es un manual para principiantes del turismo cultural en Francia, desde hace ochenta años. Pero el mismo autor describe la Libido Imperandi del político así: “Uno de los primeros síntomas es la desconfianza del político, asociada con la susceptibilidad en todos los asuntos, imposibilidad de aceptar la crítica, creencia en la indispensabilidad y, por consiguiente, en que nada se ha hecho bien hasta que no ha subido al poder, ni se hará mientras no esté en él”. También lo dijo antes Barthou y después Gabo en El otoño del patriarca.
El estadista Rafael Uribe Uribe, en la Oración por la Piedad, alude al régimen carcelario así: “Lo que se dijo de las casas de locos es aún más aplicable a las prisiones: ni están todos los que son, ni son todos los que están. Andan sueltos muchos que merecieran habitarlas; y sin duda, más de un inocente habrá sido enviado a presidio, por error de nuestras todavía rudimentales formas de juzgar”.
El odio entre los estadistas británicos es conocido. Atlee –dice Churchill al hablar del gobierno laborista– es un hombre decente y modesto; tiene, naturalmente, muchas razones para ser modesto. Y cuando Atlee es el triunfador y el protegido de la Corona, observa Churchill: “Basta alimentar un zángano con jalea real para que se convierta en reina”.
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