Crítica Literaria
Abad, Rosero: una lectura común
24 de Mayo de 2017
Juan Gustavo Cobo Borda
Los libros dialogan entre sí y el testimonio de Héctor Abad sobre el asesinato de su padre se prolonga, amplía y se vuelve enigmático en la novela de Evelio Rosero Los Ejércitos. Una misma violencia los cruza a los dos y bien vale la pena volver a leerlos en diálogo mutuo.
En una familia ni pobre ni rica, solo acomodada, se sitúa El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, que es un canto de amor a su padre asesinado. Cuando este cae, su hijo, el único varón entre cuatro hermanas, tiene 28 años. Se llama igual que su padre, Héctor Abad, y la trayectoria del padre, un médico higienista con conciencia social, los había llevado a visitar pueblos, veredas y barrios marginales, preocupados por el agua potable, las letrinas, los microbios y las vacunas, en la dura y áspera geografía montañosa de Antioquia.
Pero el retraso también tenía otras causas. La omnipresencia de la Iglesia, desde el rezo del rosario diario hasta la figura del cardenal Alfonso López Trujillo, arzobispo de Medellín, que prohibirá oficiar una misa fúnebre a ese comunista asesinado, cuando ya la Hora católica por la radio lo había cuestionado sin tregua durante años. Pero este catedrático, durante 25 años, en la Universidad de Antioquia, también desempeñaba un papel protagónico en el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Antioquia, que presidía.
En el turbio clima de entonces (narcotráfico, paramilitarismo, guerrilla, sicarios) no hubo nunca una investigación, sino que se diluyó en la nada, como cuando Gaitán, Galán, Jaime Garzón. Se habló de Fidel Castaño y “de bananeros del Urabá, de finqueros de la costa, de terratenientes del Magdalena Medio aliados con oficiales del ejército” (p. 252).
Pero este contar con llanto y precisión, esta reconstrucción en el dolor, no termina por exorcizar la tragedia, la cual subsiste, pues el testimonio válido es inútil ante el olvido inexorable que todo lo cubre. Solo las “coplas a la muerte de su padre”, de Jorge Manrique (“aunque la vida perdió, / dejarnos harto consuelo/ su memoria”) y el poema de Borges, que copiado a mano llevaba en su bolsillo, cuando le dispararon, parecen abrir el insondable enigma de la redención por la poesía y la música.
En Los Ejércitos (2007), de Evelio Rosero, un pueblo, San José; un maestro jubilado, Ismael Pasos; y su mujer, Otilia, también maestra, quienes hace diez meses no reciben su pensión, ven cómo el pueblo, en una atmósfera que trae el recuerdo de El coronel, de García Márquez, se transforma violentamente. Los ejércitos son el narcotráfico, la guerrilla, los militares y los paramilitares.
Pero los ejércitos parecen invisibles, al margen y en las sombras, salvo cuando incursionan en el pueblo y se sufren sus desmanes, caracterizados por ese sadismo inherente a la violencia colombiana: degüellos, descuartizamiento, estupro, despojo y una violación necrofílica al final.
Pero hay otra línea de soterrado humor senil. El viejo maestro disfruta con el deleite voyerista de atisbar a su vecina, que toma el sol, desnuda, pared de por medio. Ella, Geraldina, casada con quien llaman El Brasilero, secuestrado junto con su hijo, sin alcanzar el dinero para el rescate, verán, junto con el profesor que no encuentra a su mujer, y a cada vez menos habitantes, el éxodo progresivo del pueblo, su abandono inexorable, incluso el del propio ejército, sin avisar, pero eso sí llevándose, en avión, los animales que conformaban un zoológico en el espacio del cuartel.
Pero hay tanto desconsuelo en ese final agónico, donde el profesor desmemoriado, no reconoce ni rostros ni casas, en una errancia trágica, que solo el laconismo de una madre que ve matar a su hijo lo resume en un chillido: “Les falta matar a Dios”. “Díganos dónde se esconde, madrecita”, le responden (pag. 198).
La tienda de Chepe, la iglesia donde el cura convive con la sacristana, el tonto que vende empanadas en las esquinas, gatos y guacamayas. El sobandero: todo lo típico de un pueblo transfigurado por el horror. Agigantado por la impotencia y la violencia. Convertido en un drama intolerable, en su laconismo y contención tan lograda. Del paraíso de los niños y los animales jugando, al inicio, hasta arribar al infierno final de los adultos enloquecidos de sevicia y venganza.
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