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Actualizado hace 13 hours | ISSN: 2805-6396

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ETC / Crítica Literaria


1914 y el Imperio Británico

30 de Mayo de 2014

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Juan Gustavo Cobo Borda

 

 

 

Cuando la reina Victoria falleció, en enero de 1901, la bandera del imperio ondeaba en una quinta parte del globo y regía casi una cuarta parte de su población: unos 372 millones de personas. Esto nos lo cuenta Simón Schama, en un libro apasionante: Auge y caída del Imperio Británico, 1776- 2000. Más pertinente ahora cuando se cumple un siglo de aquella guerra (1914-1917), que cambió el mundo. Un mundo donde eran ingleses la India, Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Jamaica y vastas regiones de África como la Colonia del Cabo. Todo a partir de unas islas donde vivían ingleses, escoceses, irlandeses y galeses.

 

Progreso y civilización, los barcos de vapor, los puentes de hierro, el ferrocarril y el telégrafo, las cacerías de zorros y los virreyes ingleses en la India que mataban desde elefantes hasta hermosos tigres y aprendían el persa, la lengua de las cortes indias.

 

Sobre la India escribiría Kipling, El libro de la selva o Kim (1901), y sobre África o el Océano Índico, Conrad nos hablaría del honor de los capitanes de barco y el horror del colonialismo en esas factorías del infierno perdidas en El corazón de las tinieblas (1902).

 

Había que explotar a los nativos, quebrar las industrias locales para invadir todo con telas inglesas y lograr que tanto misioneros como administradores, junto con el ejército, incrementaran el comercio. Así lo señalaba la Gran Exposición Universal inaugurada en Londres en mayo de 1851. La síntesis de lo que el mundo había alcanzado en expansión, inventos y diseño, bajo la mano de esa mujer regordeta que adoraba a su amado Alberto.

 

Durante los 64 años de su reinado, Victoria viviría también el reverso de ese auge. La hambruna que en la India dejaría siete millones de muertes y el hombre y las enfermedades en Irlanda que matarían a un millón y obligarían a otro millón a emigrar a América en los llamados barcos-ataúd. Quizás por ello cuando le preguntaron a Gandhi, el abogado que hizo temblar al imperio con sus marchas de la sal, en protesta por el monopolio, qué opinaba de la civilización occidental, su respuesta resultó histórica: “Creo que fue una buena idea”.

 

Que se reflejó mejor en figuras que apuntaban más hacia lo popular y masivo, como Sherlock Holmes y la señorita Marple al resolver crímenes en Londres o la campiña inglesa, donde surgían peculiares seres provenientes de las colonias que llegaban en barcos por el Támesis o coroneles que habían detentado algún cargo en ellas como señalaban Conan Doyle o Agatha Christie. El reinado de Victoria coincidió con el de Jack el Destripador.

 

Esa dueña de un inabarcable imperio marítimo forjó su clase dirigente en guerras como aquella contra los Boers, colonos de origen holandés, en las repúblicas africanas de Transvaal y el Estado Libre de Orange. Morirían 75.000 personas y Winston Churchill iniciaría allí su carrera militar y política, llena de altibajos y de momentos únicos de gloria y coraje. Pero el león británico ya no rugía como antes. Gibraltar y la Honduras Británica, Anguilla y Hong Kong, desde donde había promovido el consumo de opio, era el cada vez más reducido saldo del imperio.

 

Que en la primera guerra, cuyo día del armisticio sería el 11 de noviembre de 1918, había utilizado una idea de un amigo de Churchill: el escritor H.G. Wells. El tanque o acorazado terrestre. Wells, quien también en Los primeros hombres en la luna (1901) había desarrollado los poderes visionarios de un novelista y que otro utopista negativo, George Orwell, quien había sufrido la guerra de España, ensayo de la segunda guerra mundial, había pronosticado con esa fábula atroz, cumplida bajo el ojo que todo lo vigila, controla y manipula en una lengua totalitaria: la de 1984, aparecida en 1949.

 

Pero las mujeres como Virginia Woolf o Katherine Mansfield darían fe de una creatividad, sobre todo en el texto mismo, llámese Al faro (1927) o Las olas (1931). No debemos soslayar otros nombres de irlandeses como Wilde o Joyce, o D.H. Lawrence o Forster, al describir este último, por cierto, en Pasaje a la India (1924) la incomunicación entre dos culturas poco conciliables. Sin embargo, la industrialización y el desempleo no debilitaron la creación, en ese imperio global.

 

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