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El fin de los abogados tradicionales: ¿Sobrevivirá usted a la revolución tecnológica?

¿Reemplazarán las máquinas la labor del abogado? ¿Se deshumanizará la justicia al volverla más “industrial” o “automatizada”?

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El fin de los abogados tradicionales: ¿Sobrevivirá usted a la revolución tecnológica?

Foto: Bigstock

24 de Junio de 2025

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Andrés Guzmán Caballero
Abogado experto en Derecho y Tecnología

La profesión jurídica en Colombia atraviesa una revolución silenciosa, pero irreversible. En un país que se enorgullece de su abundancia de abogados, pero sufre una crónica falta de justicia oportuna, el Derecho está dejando de ser un servicio artesanal para convertirse en un producto legal tecnificado. Colombia es, de hecho, una nación de abogados: hay aproximadamente 375.000 juristas inscritos –unos 728 por cada 100.000 habitantes, de las tasas más altas del mundo–. Casi cualquier familia cuenta con uno o varios profesionales del Derecho en sus filas, y cada año miles de nuevos graduados engrosan estas cifras. Paradójicamente, esta superabundancia no se traduce en eficiencia judicial. Se calcula que cerca del 85 % de los procesos judiciales en curso acumulan retrasos prolongados, y en años recientes menos del 1 % de los casos que entran anualmente a los juzgados llegan a sentencia. Nos sobran abogados y nos falta justicia: creímos que sumando abogados multiplicaríamos justicia, pero ocurrió la ironía de que justicia tardía bien sabemos equivale a injusticia.

En este contexto surge la irrupción de la tecnología en el ámbito legal como respuesta y desafío a la vez. Hablamos de legaltech y lawtech, etiquetas bajo las cuales proliferan herramientas digitales que prometen cambiar la práctica del Derecho. Lo que antes era un servicio personalizado de abogado a cliente comienza a verse como un “producto legal” reproducible en serie gracias al software. Contratos modelo disponibles en línea, chatbots que orientan sobre trámites básicos, algoritmos de inteligencia artificial que analizan jurisprudencia en minutos: todo ello que parecía ciencia ficción hace poco, hoy es realidad emergente. La automatización ya no es solo un concepto futurista, sino un proceso en marcha que busca agilizar tareas rutinarias del abogado –desde la elaboración de documentos hasta la gestión de expedientes– con una eficiencia antes inimaginable.

Los efectos de esta transformación tecnológica ya se sienten. Un abogado de la vieja guardia podría sorprenderse al ver que hoy es posible realizar trámites enteramente por medios digitales y atender clientes vía plataformas en la nube. La pandemia aceleró estos cambios: de la noche a la mañana, las audiencias virtuales y las notificaciones electrónicas se convirtieron en norma. Ahora una diligencia judicial puede desarrollarse con las partes y testigos compareciendo de forma remota, “evitando traslados... garantizando así la facilidad en el acceso a la administración de justicia”. Las ventajas son tangibles. La comunicación abogado-cliente es más inmediata y eficiente gracias a aplicaciones digitales, lo que ahorra tiempo y dinero tanto al profesional como al usuario. Un proceso que antes tomaba años, con expedientes físicos empolvándose en los anaqueles, puede abreviarse a meses si se aprovechan correctamente herramientas de gestión electrónica y análisis de datos. En teoría, estas innovaciones podrían ayudar a descongestionar despachos y acercar la justicia a quien la necesita, evitando que casos sencillos tarden una eternidad en resolverse.

Por supuesto, la revolución tecnológica trae también preguntas y temores. ¿Reemplazarán las máquinas la labor del abogado? ¿Se deshumanizará la justicia al volverla más “industrial” o “automatizada”? Estas inquietudes son comprensibles. Sin embargo, conviene ver la tecnología no como enemiga, sino como aliada. Ninguna inteligencia artificial (IA) puede (al menos por ahora) sustituir la creatividad jurídica, la empatía o el criterio que un buen abogado aporta. Lo que sí puede es liberarlo de tareas mecánicas y repetitivas, permitiéndole enfocarse en lo verdaderamente sustantivo: la construcción de argumentos, el consejo estratégico, la defensa eficaz de los derechos de sus clientes. En lugar de hundirse en montañas de papel y trámites, el abogado apoyado por la tecnología puede volver a lo esencial de su rol social. Hay aquí una sutil ironía: las mismas herramientas que algunos temen podrían ser las que rescaten la dignidad de la profesión, al relegar el papeleo infinito a las máquinas y devolverle al jurista el tiempo para pensar y ejercer el Derecho con la profundidad que merece.

No obstante, toda esta transformación choca con la realidad de nuestra educación jurídica, plagada de contradicciones. Formamos abogados como si estuviéramos en el siglo XX cuando no en el XIX, mientras el mundo avanza a pasos agigantados en el XXI. Las facultades de Derecho brotan por doquier –Colombia tiene más de 110 programas de Derecho– y atraen multitudes de jóvenes cada año. Pero la calidad no acompaña a la cantidad: solo el 23 % de esos programas está acreditado como de alta calidad, lo cual significa que un abrumador 77 % apenas cumple lo básico.

La enseñanza sigue centrada en la memoria de códigos y latinajos útiles para impresionar en discursos, quizá, mientras el mundo legal global habla en lenguajes de programación y datos. No sorprende entonces que muchos egresados salgan desconectados de la realidad laboral. De hecho, un estudio reciente reveló que 4 de cada 10 abogados nuevos en Colombia no consiguen empleo porque no tienen las habilidades tecnológicas y digitales que el mercado demanda. Es el retrato fiel de nuestras contradicciones: sobrepoblación de abogados por un lado, y por el otro una formación que no los prepara para la revolución digital que ya está en marcha. Fabricamos profesionales del Derecho en masa, pero no necesariamente juristas aptos para el presente y futuro del ejercicio legal.

Esa contradicción estructural la vivo también en lo personal, con sentimientos encontrados. Soy abogado de otra generación y he sido testigo de los cambios y rezagos del sector; pero nada me obliga a reflexionar más que ver a mis propios hijos abrazar esta profesión. Dos de ellos estudian Derecho en la Universidad Sergio Arboleda, siguiendo los pasos de una tradición familiar y nacional. Me llena de orgullo su vocación ese idealismo intacto de querer defender causas, de creer en la justicia, pero confieso una inquietud constante: ¿está la educación que reciben preparándolos para el futuro que les espera? ¿Encontrarán en su malla curricular algo más que teoría jurídica tradicional? Me pregunto si entre sus materias existe alguna sobre transformación digital del Derecho, o si al menos les inculcan familiaridad con las herramientas tecnológicas, la lógica de la programación, la gestión de bases de datos legales. ¿O saldrán al mundo con un título bajo el brazo, solo para enfrentarse a un mercado saturado y a un sistema judicial que aún opera como si la cuarta revolución industrial no fuera con él? La ironía de ver a una nueva generación formarse con métodos antiguos es difícil de ignorar. Es como si estuviéramos equipando a nuestros futuros abogados con plumas y tinteros en la era de la firma digital.

Llegados a este punto, resulta útil tomar perspectiva histórica e incluso filosófica. Parafraseando a Heráclito, nada es permanente excepto el cambio, y el Derecho no puede pretender ser la excepción. Desde otra orilla del pensamiento, Charles Darwin nos recordaría que no sobrevive la especie más fuerte, sino la que mejor se adapta. La analogía es clara: no necesariamente prevalecerá el abogado con más títulos o el juez más condecorado, sino aquel que mejor se adapte al nuevo entorno tecnológico y social. Adaptarse no significa traicionar la esencia de la justicia, sino todo lo contrario: significa preservarla encontrando nuevas formas de hacerla efectiva. Al fin y al cabo, conceptos fundamentales como el debido proceso, la defensa, la equidad, seguirán siendo el norte ético del Derecho; solo que las herramientas para concretarlos serán distintas. Pretender congelar la práctica jurídica en un tiempo que ya se fue es ignorar que la sociedad misma a la que el Derecho sirve está en plena metamorfosis. En última instancia, como advierte un adagio popular, justicia retardada es justicia denegada. Si la tecnología puede ayudar a evitar la demora injustificada, rechazarla sería renunciar a una mejora necesaria.

La pregunta de fondo entonces es: ¿qué haremos con esta revolución? Podemos ignorarla, aferrarnos a la comodidad de lo conocido, y dejar que la marea tecnológica nos pase por encima mientras nuestro sistema colapsa bajo su propio peso. O podemos asumir el cambio con inteligencia y coraje, preparando a nuestros abogados (jóvenes y veteranos) para manejar las nuevas herramientas, reformando la educación jurídica y modernizando de raíz la administración de justicia. El futuro del Derecho en Colombia pende de esta decisión colectiva. Si elegimos bien, la ley dejará de ser ese servicio elitista y lento, para convertirse en un verdadero bien accesible para la sociedad: más eficiente, transparente y orientado al ciudadano. En otras palabras, la revolución tecnológica aplicada al Derecho podría traducirse en acceso a la justicia real para más colombianos, algo que nuestras generaciones llevan décadas anhelando. Si, por el contrario, dejamos pasar la oportunidad, corremos el riesgo de que nuestra legión de abogados se vuelva irrelevante y de que la justicia siga siendo un ideal retórico, cada vez más distante de la realidad.

La reflexión final es clara y contundente. Colombia, país de leyes y abogados, tiene la oportunidad histórica de convertirse también en país de justicia efectiva. Para lograrlo, debemos abrazar la innovación sin perder la humanización: poner la tecnología al servicio de los valores jurídicos y no al revés. Que el Derecho deje de verse solo como un “servicio” tradicional prestado caso a caso, y pase a concebirse también como un producto social asequible, fruto del ingenio colectivo, la ética profesional y el apoyo tecnológico. El destino de nuestro sistema jurídico lo estamos escribiendo hoy. El reloj de la historia sigue corriendo y no espera: de nosotros depende que dentro de unos años podamos decir que supimos transformar el Derecho colombiano a tiempo, o que nos quedamos anclados en el pasado mientras el mundo y la justicia nos pasaban de largo. En esa elección nos jugamos nada menos que la promesa fundamental de toda sociedad: que haya justicia, y que ésta cumpla con su razón de ser en el nuevo siglo.

¿Usted sobrevivirá?

De forma cariñosa y un poco divertida elaboré un test para saber si usted ¿sobrevivirá usted a la revolución tecnológica en el Derecho?

Responda honestamente con SÍ o NO a cada pregunta:

  1. ¿Piensa que un chatbot es un “gato que habla” o una versión mejorada de Siri? (Sí / No)
  1. ¿Todavía busca jurisprudencia en libros amarillentos porque "huelen a sabiduría"? (Sí / No)
  1. ¿Cree que la inteligencia artificial es algo peligroso, inventado por personas que no pudieron graduarse de derecho? (Sí / No)
  1. ¿Se refiere a “la nube” como ese fenómeno meteorológico que suele dañar sus vacaciones en Cartagena? (Sí / No)
  1. Piensa que un algoritmo es algo que solo le sirve a los ingenieros para justificar su salario? (Sí / No)

Resultados del test:

Si respondió "SÍ" a 3 o más preguntas:

¡Cuidado! Usted es oficialmente una especie en peligro de extinción. Podría sobrevivir algunos años más, pero solo si aprende urgentemente qué es un PDF y deja de imprimir los correos electrónicos. Comience ahora mismo un curso intensivo de inteligencia artificial o, al menos, aprenda a diferenciar un robot de una calculadora.

Si respondió "SÍ" a 1 o 2 preguntas:

Está en la cuerda floja. Todavía tiene salvación, pero recuerde: el mundo no esperará a que usted decida si la tecnología “vino para quedarse”. Compre inmediatamente un buen libro sobre legaltech (en digital, claro) y aprenda a distinguir un chatbot de un tamagotchi.

Si respondió "NO" a todas las preguntas:

¡Muy bien! Usted no solo sobrevivirá, sino que probablemente liderará el cambio. Por favor, ayude a sus colegas menos afortunados, explíqueles pacientemente cómo usar Google y recuérdeles que la justicia no es más justa por usar máquinas de escribir. El futuro jurídico colombiano está en sus manos y probablemente en su teléfono inteligente.

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