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La corrupción, un tema de niños

La corrupción, más allá de ser un fenómeno puntual o un problema exclusivo de ciertos países, es un mal estructural, profundo y devastador.
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06 de Mayo de 2025

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Germán Eduardo Ramírez
Abogado y magíster en Derecho Universidad de La Sabana
Correo electrónico: eduardoramirez5@yahoo.com

La corrupción, más allá de ser un fenómeno puntual o un problema exclusivo de ciertos países, es un mal estructural, profundo y devastador, que se ha infiltrado en casi todos los niveles de la vida pública y privada alrededor del mundo. Lejos de tratarse de una simple desviación de la norma, representa una grave patología social que carcome los cimientos de la democracia, debilita las instituciones, genera desigualdades y socava la confianza ciudadana. Se manifiesta en múltiples formas: sobornos, malversación, clientelismo, nepotismo, entre otras prácticas nocivas que erosionan el bien común. Su persistencia, a pesar de reformas legales, controles y sanciones, evidencia que el combate contra la corrupción no puede limitarse al ámbito jurídico o punitivo, sino que debe comenzar mucho antes, en el seno mismo de la formación humana: la niñez.

Plantear que la solución de un problema tan complejo pasa por la infancia no es una propuesta ingenua ni simplista. Por el contrario, se trata de reconocer que los valores éticos y ciudadanos que se inculcan desde los primeros años de vida tienen un peso determinante en la construcción del carácter, las decisiones y el comportamiento futuro de las personas. En otras palabras, formar ciudadanos íntegros empieza en la cuna, en la escuela, en el entorno familiar. Si queremos sociedades menos corruptas, debemos formar personas más íntegras, y eso se logra sembrando valores sólidos desde la primera infancia.

Numerosos estudios coinciden en señalar causas estructurales de la corrupción: la falta de transparencia, la débil rendición de cuentas, la concentración del poder, la impunidad, los vacíos legales y la ineficiencia de las instituciones (Revista Semana, 1994). Aun así, pocas veces se explora con la suficiente profundidad un aspecto fundamental: el papel de la educación en valores desde edades tempranas. Esta omisión es grave, ya que subestima el potencial transformador de la educación, entendida no solo como instrucción académica, sino como una herramienta formativa integral.

En la actualidad, vivimos en una sociedad en constante transformación, influenciada por la tecnología, los medios digitales y las redes sociales, que amplifican tanto las virtudes como las debilidades del comportamiento humano. Estas plataformas exponen, normalizan y, a veces, glorifican conductas poco éticas que son fácilmente absorbidas por los niños. Ortega de Pérez y Sánchez Carreño (1995) lo explican al señalar que los valores tradicionales se ven trastocados por los rápidos cambios sociales, generando confusión moral y debilitamiento de los referentes éticos. Por ello, es vital dotar a los niños de herramientas que les permitan comprender, cuestionar y actuar con base en principios sólidos, sin dejarse arrastrar por las modas o tendencias efímeras que a menudo promueven el individualismo, la competencia desmedida y el éxito a cualquier precio.

Paradójicamente, muchos de los mayores escándalos de corrupción en Colombia han estado protagonizados por personas que han tenido acceso a la mejor educación formal. Esto nos obliga a cuestionar el modelo educativo actual: ¿de qué sirve tener altos niveles académicos si no se forma en principios éticos? ¿Puede un título universitario suplir la falta de integridad? La respuesta es clara: la educación no puede reducirse a la transmisión de conocimientos técnicos, debe incluir la formación del carácter, la empatía, el respeto por el otro, el sentido del deber y la conciencia de responsabilidad social.

Educar en valores no es un lujo, es una necesidad. Y no debe depender del estrato socioeconómico, del acceso a colegios privados o del nivel cultural de los padres. Debe ser una política pública prioritaria que se garantice en todos los rincones del país, sin distinciones ni exclusiones. Desde el jardín infantil hasta la universidad, la formación ética debe estar en el centro del currículo educativo, acompañada por el ejemplo coherente de docentes, padres y líderes sociales.

Además, la educación para la integridad no solo debe enfocarse en enseñar lo que está bien o mal, sino en crear entornos de participación democrática, respeto mutuo y colaboración. Como lo advierte Martínez (2014), la competencia desleal, tan presente incluso en entornos escolares, puede ser la antesala de conductas corruptas. Por eso, desde temprana edad, los niños deben aprender a valorar el trabajo en equipo, la solidaridad, la justicia y la equidad como principios rectores de su vida en sociedad.

El papel de los adultos es crucial en este proceso. Padres, maestros, líderes comunitarios y funcionarios públicos deben entender que su comportamiento cotidiano es un espejo en el que los niños se reflejan. Si los menores observan que la mentira, el favoritismo o el engaño se toleran e incluso se premian, será muy difícil que internalicen valores contrarios. De ahí la necesidad de promover una cultura de la integridad que permee todos los espacios de socialización infantil: el hogar, la escuela, los medios de comunicación y los espacios públicos.

Asimismo, se hace necesario fortalecer los contenidos de educación cívica y ciudadana, muchas veces relegados o minimizados en los planes de estudio. Los niños deben conocer sus derechos y deberes, entender el funcionamiento del Estado, los mecanismos de participación y control ciudadano, y desarrollar un pensamiento crítico que les permita reconocer y rechazar prácticas corruptas. Solo así podrán convertirse en ciudadanos activos, comprometidos y vigilantes del bien común.

En conclusión, aunque erradicar la corrupción es una tarea compleja y de largo plazo, la educación en valores desde la primera infancia es una de las estrategias más potentes y sostenibles para enfrentarla. Apostarle a una generación que crezca con principios sólidos, con sentido de justicia, con empatía y con compromiso social, es apostar por un país más justo, más equitativo y menos corrupto. Porque sí, la corrupción también es un tema de niños. O, mejor dicho, la solución a la corrupción empieza con ellos.

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