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Actualizado hace 12 hours | ISSN: 2805-6396

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Columnista


Unidad de Cuidados Intensivos

17 de Agosto de 2017

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Sala Edición 5 - Imagen Principal

Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho

Universidad de los Andes

 

Para tratar una amenazante enfermedad, le practicaron a mi mamá una cirugía mayor y, desde entonces, ha padecido un posoperatorio largo y complejo. En este periodo, la salud de mi madre ha sufrido varias complicaciones. Este proceso lo hemos experimentado día a día y minuto a minuto, esperando con ansia un giro claro hacia su recuperación definitiva.  Este momento no llega aún; las noticias de un día son ligeramente alentadoras, mientras que las del siguiente no tanto. En esta montaña rusa por su salud, mi madre ha estado internada en cuidados intensivos. Acompañándola, hemos descubierto esa sorprendente comunidad de ansiedad y preocupación que se forma entre los familiares y amigos de los pacientes de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).

 

En un mismo día acontecen infinidad de cosas. Por ejemplo, llegan nuevos pacientes y sus familiares acuden con el andar urgente y el rostro congestionado con la angustia. Con los días de espera, ellos mismos asumen ademanes más pausados y la espera cotidiana de horas se expresa con miradas más perdidas y melancólicas. La urgencia de hacer, de salvar, ha dado paso a la lentitud impotente del esperar.  En el mismo momento, quizás, otro paciente sale de la UCI con su salud al menos parcialmente restablecida: los familiares tienen rostros jubilosos, se oyen expresiones de alegría y risas a punto de desbordarse. Mientras que, en una esquina lejana, más protegida de la mirada curiosa, una mujer solloza, con un llanto suprimido que revela, imagino, el pequeño o gran deterioro de la salud, el decaimiento de la esperanza o de la fortaleza o, incluso, la fatalidad de la muerte.

 

Los que habitamos esta sala de espera aprendemos a mirar con discreción la suerte de los demás. La empatía humana se manifiesta: cómo no alegrarse con los alegres, aunque el propio familiar aún no haya salido del estado crítico. De otro lado, cómo no dejar caer lágrimas cuando los otros lloran, especialmente cuando es una madre desolada o unos hijos desesperanzados. Pero, a pesar de todo, la empatía tiene sus límites: en la UCI las emociones son tan continuas y desbordadas que con el tiempo se forma una cierta coraza que ayuda a tomar distancia, a mirar, pero sin sintonizarse completamente con la profundidad del sentimiento de los otros.

 

Esta comunidad de sufrientes y querientes se construye de manera más bien tácita. Arrojados a una misma situación vital por el azar y la contingencia, llegan allí individuos que nunca se han rozado y que nunca lo harán en el futuro. El individualismo de nuestras vidas demanda que les dejemos a los otros un espacio amplio para que vivan en soledad los momentos más intensos y trascendentes de la vida y, entre ellos, los misterios insondables de la vida y de la muerte donde se siente en el alma que el mundo se quiebra y que la tierra se abre. El tiempo cambia su velocidad y el mero hecho de vivir tiene un olor acre y amargo que sale del propio cuerpo. Entre algunos familiares de la UCI es cierto que se comparten historias y se forman alianzas de escucha y apoyo. Los más, sin embargo, sienten solidaridades tácitas y empatizan con las emociones, pero guardan prudente distancia frente a los cuerpos sufrientes de sus enfermos, de sus historias de vida y del pequeño o gran infortunio que allí los trajo.

 

Abstraído en estos dolores, pensaba continuamente en la función de los médicos y enfermeras que trataban a mi mamá. Me parecía que el propósito de su quehacer era rotundo: su trabajo tenía una intensidad física e intelectual tan solo conmensurable con la íntima satisfacción que debían sentir cuando un paciente salía adelante y la amenaza grave a su salud desaparecía. Para ellos un paciente llegaba pidiendo ayuda, su alma y cuerpo alarmados hasta el extremo, y ellos tenían un saber profesional que podía, a veces, restablecerles la salud y les permitía continuar con el proyecto de sus vidas.

 

Abatido por una cierta pérdida de sentido (¡la tierra que me sostenía se ha abierto!), me preguntaba si mi función cómo abogado estaba igualmente definida, si lo que yo hacía tenía el mismo sentido de propósito que el que veía en el de los médicos. La mayor parte de la gente piensa, quizás con razón, que nuestra profesión no es tan necesaria o urgente como la médica.  Me preguntaba si yo entendía con claridad a la persona que me venía a consultar, alarmada, por una pérdida o disminución de sus intereses. Me preguntaba si yo entendía bien sus llamados de ayuda, o la desesperanza, o la ansiedad que origina el conflicto. Posiblemente el conflicto sea para nosotros lo que la enfermedad para los médicos. Me preguntaba si yo, como abogado, entendía a cabalidad la relación del conflicto con la calidad y proyecto de vida de las personas. Me preguntaba si entendía la relación que el conflicto tiene con el duelo, con la desesperanza, con el sufrimiento humano. O, si podía ser, que, en realidad, todos los abogados teníamos ahora nuestras oficinas, empresas de recaudación, que no nos permitían ver el cuerpo y el alma sufriente, no del enfermo, sino de la persona que padece, es decir, que es “paciente” del conflicto.

 

Y mientras estas ideas ociosas llenaban los minutos de espera, mi madre, tierra que me sostiene, sigue luchando por su salud. 

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