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Reforma a la justicia: que todo cambie para que todo sea peor

01 de Junio de 2012

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Omar Herrera Ariza

Abogado y exdocente universitario

 

A ritmo de locomotora y luego de siete debates avanza la Reforma a la Justicia. Bajo la batuta de la Unidad Nacional, el Congreso, convertido en mera caja de resonancia de las decisiones adoptadas por la coalición de gobierno, habrá de dar aprobación a un articulado que tasajeará, aún más, el ya maltrecho cuerpo constitucional. El pretexto fue altamente convincente: permitir a los ciudadanos el acceso a la justicia, superar los inveterados males de la Rama que se expresan en insoportable morosidad, congestión, obsolescencia y en sus derivados de ineficiencia e impunidad.

 

Solo que el resultado del trabajo parlamentario, cuando solo falta un debate para que el acto legislativo nazca a la vida jurídica, se ofrece bien precario: aumento de la edad de retiro forzoso y ampliación del periodo de los magistrados, como si de estas decisiones pudiera predicarse solución a las angustias de quienes esperan respuestas a sus demandas de justicia; normas que blindarán a los congresistas frente a eventuales procesos penales o disciplinarios; eliminación del conflicto de intereses cuando los parlamentarios deban participar, discutir y votar proyectos de ley referidos al desarrollo de la reforma; modificación sustancial al instituto de pérdida de investidura, en forma que en el futuro será prácticamente imposible su aplicación; exigencia de resolución de acusación ejecutoriada para que proceda la detención preventiva de un legislador, es decir, autorización para que el parlamentario investigado por violación a la ley penal pueda seguir participando y votando proyectos de ley. Como la desprestigiada Comisión de Acusaciones nunca funcionó, paradójicamente se dispone un engorroso procedimiento para la investigación de aforados a cargo de otro elefante blanco: la Comisión de Aforados, ¡nombrada también por el Congreso! 

 

Como si no fuera suficiente la pretensión de usar la fementida reforma como instrumento para acrecentar privilegios e inmunidades de los congresistas, el proyecto de acto legislativo conduce a la ruptura o modificación del precario equilibrio de poderes consagrado por el constituyente del 91. En efecto, la sustitución del Consejo Superior de la Judicatura, hasta ahora un organismo relativamente distinto e independiente de los otros poderes, por el Sistema Nacional de Administración Judicial, en donde tendrá voz cantante el Gobierno por boca de su Ministro de Justicia, aumenta el poder del Ejecutivo, mucho más cuando los incrementos presupuestales para atender al manejo de la Rama deben pasar bajo las horcas caudinas de su inclusión en documentos Conpes.

 

Pocas y muy puntuales las decisiones orientadas a los problemas invocados para justificar la reforma: atribución de facultades jurisdiccionales a notarios, abogados, funcionarios administrativos y judiciales, con propósito de descongestión, pero con el riesgo de desinstitucionalizar y privatizar la administración de justicia; incremento presupuestal, mucho menos de lo que aconseja la necesidad, y pare de contar. 

 

Por eso, para el ciudadano del común, resulta bien difícil aceptar que tras de tanta retórica reformista pueda resultar del acto legislativo en trámite solución a los problemas estructurales de la Rama Judicial. Tendremos legisladores blindados ante eventuales procesos en su contra; magistrados con periodos más largos y más tardía edad de retiro forzoso; pero la congestión, la morosidad, la ineficiencia seguirán como talanqueras insuperables al derecho de los colombianos de acceder a la justicia.

 

Cuando se apruebe en el último debate el proyecto de acto legislativo, los parlamentarios de la Unidad Nacional y el Gobierno podrán decir con el personaje de Lampedusa que en Colombia todo cambia para que todo siga igual.

 

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