Columnistas
Reforma de la Justicia
17 de Abril de 2012
Jorge Humberto Botero Abogado y exministro de Comercio, Industria y Turismo
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No es fácil conciliar los valores de coherencia y amplio debate de los productos normativos que elabora el Congreso. La Constitución de 1886 fue ejemplar desde el primer punto de vista. Sus bases fueron definidas por el Gobierno sin consultar los sectores políticos opositores y acogidas a plenitud al redactarse la Carta. Por eso ha podido decirse que fue un texto admirable por la armonía de sus disposiciones y la unidad de sus fines. Pero también se ha señalado, con razón, que fue un instrumento para apuntalar el triunfo de un sector del espectro político sobre los demás. Esta censurable estrategia fue una de las causas de la Guerra de los Mil Días.
La Carta que nos rige se ubica en las antípodas. Fue concebida como un “tratado de paz” que a todos incluyera, aun a quienes, colocados por fuera del sistema político, pretendían derrocarlo por medios violentos. Ese propósito, que el gobierno impulsó con constancia indeclinable, explica que el texto resultara largo y, a veces, incongruente, aunque su estirpe democrática es incuestionable. “Todas y todos” como ahora se dice en virtud de cierto feminismo cosmético y pueril, pudieron intervenir.
La reforma constitucional en curso, que versa sobre la justicia y algunos otros temas ajenos a esta temática, encaja en el espíritu del 91. Hemos tenido –es innegable– abundante concertación pero la calidad, en promedio, ha sido regular. Habrá que ver qué tanto mejora la reforma en su segunda vuelta, entre ahora y el 20 de junio, a pesar de que el contexto político es difícil por dos factores diferentes.
En su afán por superar el agudo enfrentamiento con el poder judicial heredado de su antecesor, el presidente Santos prometió que cualquier reforma de la justicia sería acordada con aquel. Pero a poco andar se dio cuenta de que había diferentes visiones entre sus distintos estamentos, y que el Gobierno, como no podría ser de otro modo, tenía sus propias ideas. Al plasmarlas en el proyecto que llevó a las Cámaras, la cúpula judicial sintió que sus expectativas, al menos en parte, no se satisfacían.
De otro lado, el Congreso actúa bajo el síndrome de los procesos judiciales generados por la “parapolítica”. No sorprende que procure la adopción de normas que mejoren las garantías para sus integrantes. Separar las etapas de investigación y juzgamiento, y lograr la adopción de la doble instancia en los procesos que se les adelanten, son expectativas razonables que la opinión pública no ve con simpatía como consecuencia del desprestigio generalizado y lamentable del Parlamento.
Quizás no haya lunar mayor en la regulación constitucional de la Justicia que el Consejo Superior de la Judicatura, que, como se recordará, en la práctica carece de funciones, las cuales recaen en sus dos salas, la Administrativa y la Disciplinaria, ambas muy cuestionadas aunque por diferentes motivos. Aquella por ineficaz; esta por su vulnerabilidad ante la corrupción.
El proyecto en curso propone eliminar la Sala Administrativa, no la disciplinaria que ha hecho méritos abundantes para que se la borre de la faz de la tierra.
En vez de la Sala Administrativa tendríamos una de Gobierno integrada por los presidentes de las altas cortes, delegados de esos organismos y de los funcionarios de la judicatura. El nuevo ente gozaría de las facultades necesarias para establecer las política de gestión del sistema judicial, las cuales ejecutaría la “Dirección Ejecutiva de la Rama Judicial”.
El director de esta empresa crucial sería un experto en “ciencias administrativas, económicas o financieras” quien debería contar con no menos de 20 años de experiencia. Estos mismos requisitos tendrían que ser cumplidos por los cuatro delegados de las altas cortes.
El esquema propuesto luce bastante mejor que el que tenemos. Como algo va de “administrar justicia” a administrar sus recursos, estos no pueden ser gestionados, como hasta ahora sucede, por “magistrados”. Con todo, para enfatizar el cambio cultural que pretende realizarse, sería mejor que ese órgano rector no fuera denominado “Sala de Gobierno”, sino “Consejo Directivo de la Justicia”. Del mismo deberían hacer parte, además, los voceros de los usuarios; sus intereses son tan dignos de atención como los de los empleados de la Rama.
Entre las facultades de ese organismo figuran dos que me parecen de singular importancia. La primera consiste en la posibilidad de dictar “reglamentos autónomos necesarios para el eficaz funcionamiento de la administración de justicia...”. Si esto significará, lo cual no parece claro, que respetando las estructuras legales de los diferentes procesos la sala o consejo puede dictar medidas para agilizar los trámites, se trataría de un gran avance.
La segunda consiste en “regular el empleo de tecnologías de la información con efectos procesales”. Esta potestad permitiría adoptar medidas que contribuyan a la productividad y eficiencia del sistema judicial sin tener que pasar por el Congreso. Por ejemplo, para permitir notificaciones y actuaciones del juez y las partes por internet.
Las cortes han venido insistiendo en la conveniencia de que se les asigne una cuota porcentual mínima en el Presupuesto Nacional. Pésima iniciativa. Si esta fórmula fuera adecuada, deberíamos preasignar buena parte de los recursos de la Nación. La educación, la salud, la infraestructura, la atención de la infancia, las pensiones de retiro, los subsidios a la población pobre, etc. –no solo la justicia– tendrían una tajada porcentual fija en el presupuesto.
Es obvio que si se cuenta con un recurso garantizado no habría estímulo para la eficiencia. Y no se podrían efectuar ajustes en la medida en que, con el paso del tiempo, cambien las prioridades. A la justicia, por supuesto, hay que darle los recursos que necesita. Pero la determinación de su cuantía y las prioridades del gasto deben ser materias que se discutan cada año en el Congreso.
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