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18 de Mayo de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Especiales / Para Tener en Cuenta


Las funciones jurisdiccionales del “Consejo Electoral colombiano”

05 de Julio de 2017

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Sala Edición 5 - Imagen Principal

Lucy Jeannette Bermúdez Bermúdez

Magistrada Sección Quinta del Consejo de Estado

 

“Una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o grande o democracia”. Con estas palabras, Theodore Roosevelt invitaba al mundo a seguir en la búsqueda incesante de sociedades incluyentes.

 

Bajo ese paradigma, hay que entender, entonces, que el constitucionalismo de vanguardia es el reflejo de una civilización que propugna por la existencia de límites al ejercicio del poder del Estado, y, en tal sentido, todo diseño o arquitectura institucional que los desborde en desmedro de los derechos de sus asociados no merece el calificativo de constitucional.

 

De ahí que, si queremos crecer como nación, en los términos que invitaba Roosevelt, es necesario adentrarnos en cambios constitucionales que nos permitan avanzar y progresar en democracia y, al mismo tiempo, resistirnos a aquellos que supongan retrocesos en todo aquello que nos ha hecho grandes dentro de esas lides.

 

Con esa lógica, resulta cardinal leer con detenimiento los artículos 17 y 18 del proyecto de reforma política presentado por el Gobierno en días pasados, dentro del cual se propone que el Consejo Electoral colombiano ejerza funciones jurisdiccionales y tome decisiones con fuerza de cosa juzgada, especialmente en lo que atañe a (i) “las impugnaciones contra las decisiones de los partidos y movimientos políticos”, (ii) revocar la inscripción de candidatos antes de la elección, (iii) resolver reclamaciones y solicitudes dentro del proceso de escrutinios antes de la posesión del candidato y (iv) efectuar el escrutinio de las elecciones nacionales –presidente, Senado, etc.–.

 

Pues bien, antes que nada, hay que destacar que dar connotación jurisdiccional y fuerza de cosa juzgada a las decisiones del “Consejo Electoral colombiano” implica abrir la posibilidad de imponer límites desbordados al ejercicio de un derecho constitucionalmente amparado (como el consagrado en el artículo 40 superior) por parte de una autoridad eminentemente administrativa.

 

Decisiones que restrinjan los derechos políticos de los ciudadanos no pueden quedar desprovistas de control judicial; mucho menos hacerlo de manera previa a la elección, pues ello iría en abierta contradicción con lo normado en el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y otros instrumentos internacionales.

 

Bajo la misma cuerda, hay que destacar que es cierto que el hecho de que se elija a un candidato inhabilitado es indeseable en cualquier democracia, pero ello se soluciona con una nueva elección. Sin embargo, impedir que el nombre de un candidato habilitado sea sometido a votación sería una mala práctica que difícilmente se podría remediar.

 

Además, un esquema como el que se propone con esta reforma terminaría por resquebrajar inexorablemente el equilibrio de poderes, que es tan necesario para la supervivencia de cualquier orden político.

 

Cambios de competencias

 

Igualmente, es menester destacar que esta y otras expresiones de similares características que se quieren introducir en el texto constitucional vacían de competencia a la Sección Quinta del Consejo de Estado, con el agravante de que ya no es para trasladarle sus funciones a una Corte de Justicia Electoral, sino a un órgano administrativo.

 

Dicha fórmula resulta riesgosa y deletérea para la salud de nuestro esquema electoral. Y esto es así, porque ante cualquier irregularidad dentro del procedimiento eleccionario siempre habrá la posibilidad de que, tarde o temprano, la jurisdicción le haga justicia al pueblo soberano y le restablezca la verdad electoral y la pureza del sufragio. Pero si no hay este control, podría afectarse la legitimidad del virtual servidor electo. 

 

La concepción de un poder judicial ejerciendo control sobre las decisiones de la organización electoral refuerza la institucionalidad y legitima el ejercicio del poder político; en cambio, la idea contraria genera el debilitamiento de estos pilares básicos para la supervivencia de nuestro orden republicano.

 

De ahí que la concentración de poderes administrativos y judiciales en el naciente Consejo Electoral (órgano administrativo) –por demás, cooptado por el Poder Ejecutivo, quien designará a tres miembros de la primera generación de dicha corporación– aplaca la esperanza de justicia electoral e incrementa el desasosiego que produce la incertidumbre de no poder reclamar ante otro órgano la corrección del certamen eleccionario cuyo juzgamiento (o declaración judicial) ahora se pretende atribuir a la misma autoridad encargada de organizarlo y vigilarlo.

 

Es difícil sostener que la organización electoral puede ser una verdadera garantía de transparencia a partir de la idea de convertirla en juez y parte de sus propias actuaciones, pues, para que haya justicia se necesita imparcialidad, y eso no se logra trasladando la facultad jurisdiccional al propio órgano justiciado.

 

Además, eso sería tanto como admitir que en Colombia puede haber órganos sin control, y la organización electoral no es la excepción, pues es ahí donde se pueden producir los eventuales yerros que solo pueden ser precavidos con un control judicial posterior. No en vano, en el pacto político de 1991 se ratificó la competencia del Consejo de Estado para juzgar lo ocurrido en ese tipo de acontecimientos.

 

Sustitución de la Carta Política

 

Aunado a lo anterior, huelga advertir que la propuesta de reforma constitucional desconoce elementos estructurales de la Constitución de 1991, que permiten avizorar la configuración del fenómeno de la sustitución del texto fundamental: se desarticula el sistema de pesos y contrapesos, al concentrarse todo el poder electoral en un solo órgano.

 

Y de no ser suficiente lo anterior, es imperioso poner en evidencia que, en caso de que tan ostensible desarticulación de la justicia tenga por objeto promover la celeridad en el juzgamiento de las cuestiones electorales, en la práctica, el efecto sería, precisamente, el contrario.

 

Esto se explica en la incapacidad que tiene un órgano de nueve miembros, como el Consejo Nacional Electoral que, a pesar de la titánica labor que adelanta “con las uñas”, no cuenta con la infraestructura institucional para competir con una robusta jurisdicción de lo contencioso administrativo, que no solo tiene a la cabeza a un bicentenario Consejo de Estado (cuya sala jurisdiccional se compone de 27 magistrados), sino que dispone de una amplísima estructura de tribunales y juzgados que permiten adelantar el juzgamiento de lo electoral en los diferentes niveles territoriales y con la seguridad de la doble instancia en los casos que ordena la ley.

 

Si de números se trata, un argumento contundente lo constituye el hecho de que en Colombia existen 27 tribunales administrativos con presencia y cobertura eficaz en todo el territorio patrio.

 

Esta cifra se eleva exponencialmente, si se tiene en cuenta que, por vía de ejemplo, solamente el Tribunal Administrativo de Cundinamarca cuenta con 28 magistrados –que acceden al cargo mediante un concurso público de méritos–, disponibles permanentemente para sustanciar las decisiones inherentes a la jurisdicción, que incluyen obviamente las de naturaleza electoral. Y ni qué decir del número de juzgados administrativos dispersos en todo el país.

 

Una experiencia exitosa

 

Ahora, más allá de la parte cuantitativa, lo cierto es que detrás de todo ese aparataje, existe una vasta experiencia en el trámite de actuaciones que resultan imprescindibles para la protección del debido proceso, así como de las garantías fundamentales de la sociedad misma y de todos los sujetos involucrados en el trámite contencioso, que comprende una serie de fases imperiosas para ese propósito.

 

Es cierto que la organización electoral ha venido realizando una valiosa labor en la definición operativa de las contiendas electorales. Pero cabría preguntarse cuál sería el resultado si con los escasos recursos técnicos y humanos –por demás valiosos– que posee, podría, en corto tiempo, atender solicitudes, abrir espacio para la contradicción, decretar y practicar pruebas y valorarlas con la lógica propia de la jurisdicción.

En contraposición a lo dicho, es posible que alguien, desprevenidamente, sugiera que se dé una capacidad similar a la de la jurisdicción contencioso administrativa al Consejo Nacional Electoral –o comoquiera que en el futuro se le nombre–. Sin embargo, se trataría de una hipótesis que no resiste el menor análisis, primero, por sus incalculables costos económicos y, segundo, porque ya esa estructura existe en la jurisdicción contenciosa, y no desaparecerá ni aún en el remoto caso en que a esta se le despoje del conocimiento de los asuntos electorales, dada su alta connotación de juez de la administración y del Estado en general.

 

Es por todo lo anterior que, si queremos progresar en democracia, debemos preservar una figura tan importante para su consolidación como lo ha sido el control judicial de los actos electorales que brinda decisiones justas y acertadas en todo caso y oportunas en un 95 %, porcentaje que no alcanza hasta ahora ninguna otra jurisdicción o especialidad ni administrativa ni judicial en nuestro país.

               

* El contenido de este artículo refleja exclusivamente posiciones personales y académicas de su autora.

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