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Actualizado hace 10 hours | ISSN: 2805-6396

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Columnista


La democracia en su laberinto

17 de Agosto de 2017

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Antonio Aljure Salame

Exdecano de la Facultad de Jurisprudencia y Director del Instituto de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario

 

Si empezara por el final, diría que la democracia está ampliamente aceptada en política, pero apenas acogida en derecho.

 

En política, todo Estado se dice democrático, así no lo sea, al menos para nuestra concepción occidental. Desde los países de la Cortina de Hierro en la Guerra Fría hasta las dictaduras africanas, Cuba y Venezuela reivindican la democracia.

 

EE UU presentó la teoría del Destino Manifiesto, a mediados del siglo XIX, primero como justificación de su expansión hasta la costa Pacífica y, después, bajo Wilson, en las vísperas del ingreso de su país a la Primera Guerra Mundial, como defensa de la democracia contra el totalitarismo encarnado en la época por el fascismo. Curiosa historia la del país del norte que, independientemente del apoyo a varias dictaduras, siempre ha mantenido como pilar de su política internacional el culto a la democracia. La Francia revolucionaria tuvo como principio el reconocimiento de gobiernos que contaran con el consentimiento del pueblo. Sin embargo, en general, las guerras no han tenido como causa la democracia.

 

El Consejo de Seguridad de la ONU, órgano político para el mantenimiento de la paz, ha autorizado, aunque de manera excepcional, la intervención y el uso de la fuerza en el Congo y en Sierra Leona con base en el capítulo VII de la Carta para luchar en favor de la democracia.

 

Aunque no hay consenso sobre su definición, nadie discutiría que de ella hacen parte la alternancia del poder, las elecciones libres con sufragio universal, la división y autonomía de los poderes y el respeto de los derechos humanos.

 

En derecho de gentes la situación es distinta. No existe obligación internacional para que un Estado sea democrático. De hecho, en la Carta de San Francisco, tratado que prima sobre los demás, no solo no existe tal obligación, sino que no menciona la palabra y su artículo 2º, numeral 7º, prohíbe a la ONU intervenir “en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados…”. En consecuencia, la organización política interna de un Estado, democrática o no, es asunto interno propio de su soberanía.

 

Para la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, René Cassin presentó una propuesta para incluir a la democracia, pero no prosperó: se trataba de derechos individuales y no colectivos y habría desquiciado todo el sistema de protección. Estados amigos o no de la paz era la línea divisoria de la época.

 

Esa situación está cambiando: la OEA aprobó la Carta Democrática que hoy trata de aplicar a Venezuela, lo que evita una injerencia en sus asuntos internos; la Unión Europea presionó a Inglaterra a aprobar leyes internas que reflejaran separación de poderes, pues el parlamento tenía funciones judiciales y le está exigiendo a Polonia que no apruebe la ley que le permite al Ejecutivo nombrar y destituir a los jueces y, finalmente, ya hay muchos tratados que hablan de democracia como principio cardinal en diversos ámbitos.

 

En materia del uso de la fuerza según el DIH, tan solo se admiten como parte del jus ad bellum, además de la legítima defensa individual o colectiva y las resoluciones del Consejo de Seguridad con base en el capítulo VII, las luchas contra ocupación extranjera, contra una potencia colonial o contra el apartheid, mas no para crear o restablecer una democracia. Desde esta óptica, el alzamiento armado en Colombia carece de justa causa para emprender un conflicto.

 

La democracia como obligación requiere más tiempo: en América es de aceptación total por ser hija de la Revolución Francesa, pero en el islam debe luchar contra la idea del poder divino encarnado en un califa y en Asia y África contra una historia impregnada de totalitarismos.

 

Mucho cuidado también requiere el nacimiento pleno de ese derecho: en el Derecho Internacional abriría el campo a las intervenciones extranjeras y en el interno, como en Colombia, ampliaría el espectro de la tutela como derecho fundamental, pero de difícil cumplimiento por vía judicial o la prohibición por ese camino de partidos que tengan ideas incompatibles con la democracia, como el comunismo, sin los lenitivos que le introdujo el eurocomunismo hace varias décadas.

 

La política es el animus de la democracia, que ya está adquirido; y el derecho, su corpus, que está por hacer.  

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