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19 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 59 segundos | ISSN: 2805-6396

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El testigo

11 de Noviembre de 2016

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Andrea Rocha Granados

Abogada de la Universidad de los Andes e investigadora en derechos humanos

 

No solo el soldado pone el cuerpo. También lo hace el testigo cuando declara. Al hablar, el sobreviviente se expone. Es un momento, un instante de absoluta fragilidad que debe ser cuidado por quienes intervienen: los jueces, los fiscales, los asistentes a la audiencia, incluso los abogados defensores de los imputados y también los periodistas. Si se toman las precauciones necesarias, el trauma, al ser verbalizado, puede convertirse en experiencia, puede dar a luz a una nueva etapa individual y social. De lo contrario, cualquier acto de descuido puede llevar a la revictimización de una persona.

 

Al declarar, el testigo narra sus dolores más profundos. Recuerda no solo el hecho criminal, también todo el proceso que le siguió: la lucha por el reconocimiento, el maltrato de la sociedad, las acciones de resistencia, el choque contra la burocracia estatal. Asume el riego de posibles represalias –como sucedió con Julio López en Argentina y con tantos otros en Colombia-, se juega su integridad física y sicológica, incluso renuncia a su posible voluntad de olvido, porque entiende que testimoniar tiene un valor que supera su propio miedo.

 

Como dice Paul Ricoeur: “El riesgo asumido por el testigo repercute sobre el testimonio mismo que, a su vez, significa algo diferente de una simple narración de cosas vistas; el testimonio es también el compromiso de un corazón y un compromiso hasta la muerte. Pertenece al destino trágico de la verdad”. Es deber del Estado garantizar que ese compromiso valga la pena.

 

Hay una pregunta que ronda a quienes trabajan con víctimas de graves violaciones a los derechos humanos: ¿el acto de dar testimonio es una forma de reparación? Teóricamente, en el ámbito de la justicia transicional, los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición se toman como compartimentos estancos. La experiencia demuestra que cada política, inicialmente enfocada en alguno de esos elementos, termina impactando en el resto. Por eso el equilibrio en los procesos transicionales es tan precario. Por eso no pueden pensarse las políticas de manera aislada, sino como un todo. Un sistema complejo y completo.

 

La Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial de Paz negociadas en La Habana fueron instancias pensadas –todavía sin conocer muchos detalles- para que las víctimas pudieran dar por fin su testimonio ante una sociedad y un Estado que durante muchos años negó la existencia –y a veces la autoría- del hecho victimizante, es decir, del crimen. Ese debería ser un punto inamovible en el proceso de renegociación que se está llevando a cabo.

 

Las condiciones en las que se producirá el testimonio son fundamentales. ¿En qué momento declararán las víctimas? ¿Con qué estatus? ¿Serán querellantes o simples elementos de prueba? ¿Quiénes estarán obligados a presenciar el testimonio? ¿Qué peso tendrá esa declaración? ¿Qué versiones serán contrastadas? ¿En dónde se harán las audiencias? ¿En dónde estará ubicado el testigo? ¿Frente al juez y de espaldas al público? ¿Al lado del juez y de frente al público? Todas esas preguntas, desde las más técnicas hasta las más logísticas, tienen importancia. El cómo vale tanto como el qué. Un ejemplo es el  juicio contra Ríos Montt en Guatemala, en donde los indígenas pudieron declarar en su lengua nativa.

 

En muchos procesos de justicia transicional se cuestiona la validez del testimonio por provenir, supuestamente, de una parte interesada: ¿cómo va a decir la verdad un sobreviviente o un familiar de una víctima si lo que busca es que se condene a una persona? En otros casos se critica la capacidad que tiene el testigo de recordar un hecho ocurrido muchos años atrás, así como la incorporación de detalles que no había dado en declaraciones anteriores.

 

Ambas objeciones desconocen el complejo proceso de reconstrucción de la memoria. El hecho traumático fragmenta a la persona; de ahí que su relato no pueda ser impecable, coherente o despojado de emociones. No es una narración perfecta para los fines de la justicia. Es una declaración elaborada con mucho trabajo y afectada por muchos factores. Resulta fundamental que los funcionarios judiciales estén acompañados por sicólogos expertos en el trabajo con las víctimas para comprender un proceso que excede lo jurídico y que también lo condiciona. Un primer paso en ese sentido es el establecido por el Protocolo de Estambul.

 

La voz del testigo es irremplazable y, en casos de crímenes de lesa humanidad, da cuenta de hechos sobre los que, por lo general, se ha borrado toda huella del delito. Ese es un tema particularmente complejo. Frente a otros crímenes suele haber abundante material probatorio que el juez puede contrastar para llegar a la verdad judicial del caso. En contextos de violaciones sistemáticas y masivas de los derechos humanos ese tipo de material documental no existe. Solo hay voces y ausencias. Cuestionar la voz de la víctima porque está traumatizada, porque tiene un supuesto interés o porque su memoria ha sido afectada por el transcurrir del tiempo constituye la destrucción de la última prueba.

 

En el caso colombiano, el asunto se complejiza más porque el acto de hacer justicia está sometido, en parte, a lo que diga el perpetrador. Es un deber que asume quien pretenda entrar en la Jurisdicción Especial de Paz, pero es también un poder. Si quien hace el rol de ente acusador no ha investigado lo suficiente y si las víctimas no tienen la oportunidad de declarar en condiciones idóneas –no como las que se dieron en el sistema de Justicia y Paz- la verdad será construida en base a lo que diga quien cometió el delito. Será una verdad coja, incompleta. Puede llegar, incluso, a ser una no verdad.

 

La última pregunta que surge es cómo se blindará el proceso de verdad y justicia ante los vaivenes de la política. No es tema menor. Como se dijo al comienzo, el testigo ha puesto el cuerpo. Tiene cicatrices que lo marcan y que se abren una y otra vez ante la presencia del discurso negacionista. No es posible evitar que en diversos lugares aparezcan personas que nieguen lo sucedido, que alteren el orden de los hechos, que los manipulen. Lo que sí se debe evitar es que esos discursos se conviertan, de nuevo, en política de Estado.

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