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Actualizado hace 10 hours | ISSN: 2805-6396

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El modelo económico en la Constitución

30 de Junio de 2011

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Jorge H. Botero

Jorge H. Botero

Exministro de Comercio, Industria y Turismo

 

 

 

¿Ausencia de modelo o modelo híbrido? En alguna ocasión la Corte Constitucional sostuvo: “La Carta Política no ha acogido un modelo económico determinado, exclusivo y excluyente”. (Sent. C. 398/95). Si esta afirmación fuere exacta, navegaríamos en un mar de incertidumbre; sería factible, por ejemplo, estatizar por completo la economía e impedir el aprovechamiento individual de los frutos de la actividad económica. Esta alternativa radical no cabe en la Constitución, que alberga un modelo mixto basado en dos pilares: una economía de mercado en la que concurren, con amplios grados de libertad, los agentes privados en procura de su propio beneficio, la cual coexiste con una intervención del Estado cuyas fronteras no están a priori establecidas. A la “mano invisible” del mercado se añade “la mano visible” de la regulación.

 

Está estipulado que la actividad económica  y la iniciativa privada son libres…”; pero inmediatamente después se nombra una primera restricción importante: esas libertades solo son posibles “dentro de los límites del bien común” (C.P. art 333). Estos conceptos son antinómicos o de signo contrario: a mayores “libertades” menores “límites” y viceversa. Esta ambivalencia refleja la tensión inevitable de los valores políticos: el orden se opone a la libertad, al igual que esta pugna con la igualdad; no existen, de otro lado, criterios objetivos que permitan establecer “ex ante” donde comienza y donde finaliza el bien común.

 

La inevitable tensión entre mercado y regulación. Esta misma tensión entre mercado y regulación proviene del artículo 13 de la Carta en relación con el 333. Aquel dispone: “El Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva”. Tomado al pie de la letra, este mandato haría imposible el funcionamiento libre de la economía, cuya dinámica produce desigualdad, no igualdad; en el mercado triunfan los mejores, no quienes más lo necesitan.

 

Idéntico problema plantea la lectura no contextualizada del artículo 334: “La dirección general de la economía estará a cargo del Estado”. Con base en esta disposición, y teniendo en cuenta, además, que el artículo 339, al regular el Plan Nacional de Desarrollo que debe expedirse cada cuatro años, no señala sus alcances, podría pensarse que el dirigismo económico y la planeación centralizada son posibles. Pero no lo son: ello iría en contra de la norma que reconoce el libre funcionamiento de los mercados.  

 

Tenemos, pues, un híbrido; una economía liberal modulada por la intervención del Estado para múltiples propósitos y bajo modalidades especiales para ciertos sectores. En efecto: el Estado intervendrá, por mandato de la ley “para racionalizar la economía” y lograr unos resultados que se estiman meritorios. Sin embargo, el concepto de racionalización económica es ajeno a la teoría económica general;  se concreta en el quehacer político y la actividad judicial. A su vez, el catálogo de los fines de la intervención abarca casi cualquier propósito imaginable, desde la mejora de la “calidad de vida” (que es todo) al “desarrollo armónico de las regiones”.

 

En cuanto a modalidades de la intervención, hay que anotar que ella tiene un grado mayor de intensidad en el caso del sector financiero, que está expuesto, al contrario de lo que sucede en el sector real de la economía, a un riesgo sistémico que gravita sobre el sistema de pagos y la seguridad del ahorro financiero de la comunidad, cuestiones ambas esenciales. Si, por ejemplo, quiebra una fábrica de zapatos, los efectos son limitados al ámbito de la empresa. Pero si es un banco el que colapsa, el Estado debe intervenir con celeridad para evitar que la crisis se expanda convirtiéndose en una calamidad social.   

 

El supuesto cambio de paradigma. Escrito en otro lenguaje lo hasta aquí reseñado es lo mismo que contemplaba el orden constitucional anterior. El nuevo aporta al modelo económico un elemento formal novedoso, la definición del corpus político como un “Estado Social de derecho” (digo formal porque, de modo implícito, había sido incorporado en la reforma constitucional de 1936).

 

Este nuevo énfasis “social” explica la consagración de un nuevo catálogo de derechos, los denominados “sociales, económicos y culturales” (art. 42 en adelante), que son distintos a los “fundamentales”. Mientras que estos deben ser exigibles en cualquier tiempo, aquellos, por implicar prestaciones económicas, tendrían que ser de realización paulatina, en la medida del avance del país y la disponibilidad de recursos fiscales. La distinción entre unos y otros es profunda. La exigibilidad del respeto a la vida (art. 11), por ejemplo, es de naturaleza absoluta, sea cual fuere el contexto económico y social. Por el contrario, conceder de manera inmediata a todos los colombianos el derecho a la vivienda digna (art 51) resulta imposible sin crear un trastorno mayúsculo en las finanzas públicas.

 

Las diferencias de tratamiento entre unos y otros es clara en la Constitución, la cual define los derechos que son de aplicación inmediata y, por implicación, los que no lo son (art. 85); y establece que la acción de tutela solo procede en el caso de los derechos fundamentales (art. 86), lo cual excluye los que hacen parte de la categoría de sociales, económicos y culturales.

 

El intervencionismo económico por la vía judicial. A través de la figura de los “derechos fundamentales por conexión” la Corte Constitucional eliminó esta distinción, lo cual hizo posible, por ejemplo, que el plan obligatorio de salud previsto en la ley, de facto haya dejado de operar para ser substituido por otro, de alcances ilimitados, que emana de las decisiones de tutela. Esta es una prolífica fuente de intervención estatal en la economía y de aumento del gasto público por la vía judicial; no la única. Hacen parte de la misma categoría las tutelas de alcance general y la declaratoria por la Corte de “estados de cosas inconstitucionales”, que son mecanismos que la Constitución no contempla.

 

La pérdida del control en el gasto público derivada del activismo judicial explica la reciente expedición de una reforma a la Carta a fin de establecer un criterio de “sostenibilidad fiscal” obligatorio para todas las autoridades que tomen decisiones generales de gasto. La poesía de los anhelos debe someterse a la prosa del dinero con que se cuenta para realizarlos.

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