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Columnistas


El general en su laberinto

17 de Abril de 2013

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Diego López Medina

Profesor de la Universidad de Los Andes. Miembro fundador de Dejusticia

diego.ambito.juridico@hotmail.com

 

 

Guatemala está viviendo por estos días un episodio más de su lento y polarizado “posconflicto”. Luego de muchos dimes y diretes, finalmente se ha iniciado el juicio en contra del expresidente Efraín Ríos Montt, que llegó al poder mediante golpe militar de estado y gobernó al país durante los años 1982 y 1983. El juicio en su contra es quizás el primero que se intenta en América Latina por el delito de genocidio: se le acusa de haber utilizado tácticas de tierra arrasada y con intención etnocida en contra del pueblo Ixil, que habita en el departamento del Quiché, en el altiplano central guatemalteco. Durante su corto mandato, algunas cifras llegan a hablar de 200.000 personas muertas y cerca de un millón de exiliados y desplazados.

 

El juicio ha dividido, una vez más, a la opinión pública guatemalteca: el presidente de la República, Otto Pérez, afirmó que lo ocurrido en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial sí había sido genocidio, pero que era “insultante” afirmar que tal era el caso en Guatemala. Aunque nadie sale abiertamente en defensa del exdictador, una fracción de la opinión pública piensa que se trata de un juicio tardío, revanchista y excesivamente politizado que culminará con su segura condena.

 

Agentes de esta “revancha” serían una cierta alianza entre la izquierda desmovilizada guatemalteca y el movimiento internacional de derechos humanos que estaría haciendo de la justicia de Guatemala un laboratorio de experimentación en la investigación y persecución del delito de genocidio, que figura como pieza central de un naciente y vigoroso derecho penal internacional.

 

Para otro sector muy importante de la opinión pública, el juicio a Ríos Montt es parte del necesario esfuerzo por completar el proceso de paz que quedó inacabado desde hace varios años. La guerrilla y el gobierno firmaron acuerdos de paz entre 1991 y 1996 en los que se planteaba una refundación constitucional de la Nación. Estos acuerdos se consideran parcialmente fallidos porque nunca se alcanzó a formalizarlos en instrumentos jurídicos vinculantes que permitieran su operatividad. En 1999, de hecho, estos acuerdos fueron negados en un referendo popular. La guerrilla se desmovilizó a su sombra, pero nunca alcanzaron el grado de institucionalización que habían previsto durante su negociación y firma. La interpretación mayoritaria de la izquierda es que el Estado “les puso conejo”; la derecha piensa que los acuerdos se derrotaron a sí mismos por su excesivo utopismo y grandilocuencia. Así, con unos acuerdos que funcionan como documentos políticos generales, pero no como acuerdos constitucionales en sentido propio, la sociedad guatemalteca ha tenido un posconflicto ideológicamente polarizado donde la población indígena ha buscado redefinirse de manera autónoma frente al peonaje al que se vio sometida, tanto por los señores de la tierra como por los señores de la guerra.

 

El juicio penal oral se inició hace pocos días ante un juez de la jurisdicción de “mayor riesgo”. Con esta figura, el Estado guatemalteco ha querido formar a una serie de jueces “élite” que por preparación, confianza y apoyo político-social, puedan llevar a cabo los juicios penales más sensibles: aquellos derivados del conflicto armado interno, y la amenaza tremenda para la seguridad de Guatemala que representan la narcocriminalidad, las “maras” y otros tipos de organizaciones dedicadas a la extorsión en las barriadas y los pueblos. Cuando se conversa más de cerca con estos jueces de élite, no deja uno de pensar en la terrible soledad con que tienen que enfrentar estos desafíos: en abstracto, antes del juicio, todo el mundo les promete confianza y apoyo; una vez iniciados, la sociedad misma se polariza y se amedranta frente a actores que son todavía tremendamente poderosos.

 

Los juzgados de alto riesgo tienen instalaciones de esas que es frecuente encontrarse en los juicios antiterrorismo en España. Múltiples acusados se sientan en jaulas colectivas, con vidrios antibalas, detectores de metales a la entrada y una horda de custodios ferozmente armados (con los mismos Kalishnikov soviéticos de la guerra) en un esfuerzo por sopesar la publicidad de los juicios orales y la necesaria seguridad que estos deben ofrecer a todos sus asistentes.

 

En este contexto, tuve ocasión de presenciar el arranque del juicio de Ríos Montt: en su primera intervención, el General despide a su abogado de confianza y nombra a otro. Una vez posesionado este, su primera maniobra es recusar a los jueces por lo que califica es la grave y pública enemistad que existe entre ellos a lo largo de años de litigio. Los jueces rechazan la maniobra: la mayor parte de abogados de la derecha se rasgan las vestiduras por la violación al debido proceso; los de la izquierda se halan los cabellos por la enésima maniobra para retardar ilegítimamente el juicio. Sin abogado de la defensa avanzó al menos un día de testimonios de cargo: las historias de los horrores de los miles de miembros de la etnia Ixil que efectivamente fueron eliminados entre 1982 y 1983.

 

Por la noche, luego de ver este pedazo de historia guatemalteca, me crucé por pura coincidencia con un delfín del clan del presidente-dictador. Él me pone énfasis en sus apellidos y yo, evitando un impasse que me parece embarazoso, le digo que efectivamente mucho se lee sobre ellos en la prensa de estos días. Un comentario como para escabullirme, o al menos ofrecerle una salida a mi interlocutor. Su respuesta me quita toda esperanza: “Pues sí, Ríos Montt está en la prensa todos los días; pero al menos soy miembro de una familia presidencial”.

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