Temas Contemporáneos
Dos décadas de la Constitución: invitación a un examen sin temor y sin censura (tercera parte)
13 de Junio de 2011
Andrés Mejía Vergnaud
Twitter: @AndresMejiaV
Al escribir esta tercera entrega de nuestra serie sobre las dos décadas de la Constitución, tengo ya la ventaja de haber recibido de los lectores una gran cantidad de ideas, de opiniones y de puntos de vista. Esto ha enriquecido mis propias reflexiones, y por ello no puedo más que reiterar mi gratitud. En la entrega anterior traté de sintetizar algunas de las ideas enviadas por los lectores. Compartiré ahora con ustedes mis propias posiciones sobre dos temas que planteamos al principio de la serie, ya que los límites de espacio impiden que pueda extenderme sobre las otras dos.
La Constitución en su origen
Habíamos advertido desde el comienzo que este era uno de los asuntos más delicados, por cuanto las reflexiones sobre él podrían interpretarse como si tuviesen el propósito de deslegitimar la Constitución. Esto por cuanto se estarían cuestionando los mecanismos que le dieron origen a ella. Pero habíamos también establecido que, en una reflexión académica, no existen temas prohibidos ni inmunes. Así que adelante.
Sabemos bien que la constituyente no estaba prevista como mecanismo de reforma en la Constitución de 1886; por tanto, desde cierta perspectiva podría alegarse que su convocatoria excedió los límites de la ley. Hemos ya recordado que, incluso si nos atenemos a esta interpretación tan legalista, tendríamos que aceptar, sobre sus mismas premisas, que el órgano legalmente capacitado para juzgar la cuestión lo hizo a favor de la convocatoria. Así, incluso aquel legalista que pensase que en eso se equivocó la Corte Suprema de Justicia, tendría que admitir que nadie más que ella tenía el poder de decidir el asunto, gracias a su facultad de control constitucional. Y, por tanto, su decisión debería ser terminante.
Pero supongamos que no nos atenemos a tan limitado legalismo. En ese caso, nos veríamos forzados a admitir que Colombia vivió en ese momento un rompimiento histórico y político, tal vez una especie de pequeña revolución incruenta, en la cual sus dirigentes, creyendo interpretar un sentir generalizado, decidieron desconocer el orden existente o exceder sus límites, con el propósito de dotar a Colombia de un nuevo ordenamiento constitucional. Habría que recordar que, al proceder así, dichos dirigentes hicieron todo lo posible por conducir su acción dentro de cauces legales: no hubo cuartelazos, ni golpes de Estado ni asunción arbitraria de facultades por parte de los gobiernos de Virgilio Barco y César Gaviria.
Supongamos entonces que aceptamos la conclusión de que hubo una ruptura. No estaríamos ante un descubrimiento escandaloso: no sería la primera ocasión, ni será la última, en la cual una sociedad decide abandonar su ordenamiento anterior para transitar hacia uno nuevo, y tal proceso resulta digno de aprobación. En el caso de la Constituyente colombiana, dicha aprobación vendría reforzada por dos circunstancias. Primera, el carácter pacífico e institucional del proceso. Segunda: desde cualquier punto de vista, se habría considerado razonable que la sociedad buscase un mecanismo de reforma por fuera del previsto en la Constitución; la rigidez de este mecanismo único, unida a la ocurrencia de, al menos, dos experiencias frustradas de reforma, habían configurado una especie de camisa de fuerza para los anhelos de reforma de sectores diversos de la sociedad. Y hacían que, en la práctica, fuese casi imposible dar a la Constitución de 1886 las reformas que ella necesitaba. Es mi opinión que, incluso quien admire a dicha Constitución y añore su vigencia, tendría que reconocer que ya en el ocaso del siglo era urgente cambiar algunas de sus disposiciones.
Ahora bien: se han expresado dudas originadas en la poca votación que tuvo la Asamblea Constituyente. Al respecto no hay más que una salida: por un principio elemental de orden y de seguridad jurídica, toda sociedad debe aceptar el resultado de los procesos electorales conducidos de acuerdo con la ley. De generalizarse este tipo de argumentos cuantitativos, se podría predicar la ilegitimidad de prácticamente toda elección. De este tema sólo hay una reflexión que vale conservar: es una cierta humildad que deberían observar quienes gustan de proclamar que nuestra Carta es una manifestación entusiasta, casi unánime, del “constituyente primario” y de un sentir generalizado de la sociedad. Si no quieren que se les exija evidencia de esto, mejor que moderen sus argumentos o busquen otros.
La ilusión de la abundancia
Puede resumirse así el segundo de los puntos que habíamos propuesto: la Constitución de 1991, con su ambicioso catálogo de derechos económicos y sociales, ha creado una mentalidad de acuerdo con la cual los problemas económicos se resuelven con la postulación de derechos y con la ordenación judicial del cumplimiento de estos. Este es el núcleo de la inconformidad que, durante estas dos décadas, ha separado en posiciones enfrentadas a sectores significativos de abogados y economistas. Estos últimos atacan numerosas decisiones judiciales por su costo, mientras que, desde la otra orilla, se responde que ellas no hacen más que garantizar o desarrollar derechos.
Creo que hay algo de cierto en este diagnóstico. Es decir, considero que, aun cuando dicha ilusión no se haya popularizado de manera total, sí ha hecho carrera la idea de que, por hallarse postulados en la Constitución unos ciertos derechos económicos y sociales, el camino hacia su disfrute sólo pasa por su ordenación normativa, sea esta legal o jurisprudencial. El error implícito en este proceder es evidente: los mencionados derechos son, en la práctica, condiciones concretas de bienestar material, cuyo disfrute tiene como soporte una cierta disponibilidad de recursos. E incluso si la distribución real de dichos recursos fuese totalmente igualitaria, y además abundante, bien podría ser que los mencionados derechos no se pudieran garantizar plenamente a todas las personas.
La evidencia de que esta ilusión existe podemos encontrarla en un debate reciente, alrededor de un proyecto de reforma constitucional, el cual busca establecer el principio de sostenibilidad fiscal. Tal principio no hace más que incorporar una noción que debería ser evidente para quien entienda aritmética elemental: no puede hacerse gasto con recursos que no existen; y, además, por tratarse de recursos cuya naturaleza es limitada, la decisión sobre el modo como se usan debe tener en cuenta dicha limitación. Varios sectores, entonces, han opuesto un argumento según el cual de ese modo se estarían limitando los derechos constitucionales. Mi pregunta, para quienes sostienen esa objeción, es cómo piensan otorgar beneficios económicos que excedan los recursos disponibles. Ante esta pregunta, la respuesta suele ser la misma que se da cuando se hace crítica de ciertas sentencias económicas: que estamos hablando de derechos, y que por tanto no pueden considerarse limitaciones.
Esta, por supuesto, es una respuesta insatisfactoria. La simple proclamación de que tales beneficios emergen de derechos no resuelve el problema de fondo, a saber, el de la asignación de recursos concretos para su satisfacción. Problema que tampoco se resuelve con decir que ha de ser el Estado el que consiga esos recursos, tal vez mediante mayor tributación. Por un lado, porque la capacidad tributaria de una sociedad tiene límites. Y, por otro lado, porque incluso si el Estado lograse conseguir recursos cuantiosos, duplicar o triplicar sus recursos actuales, ellos seguirían siendo recursos finitos, y no podrían satisfacer la naturaleza ilimitada que en aquella concepción tienen los derechos económicos.
Al problema ya citado se une, en mi opinión, otro igualmente serio, también generado por la interpretación predominante de los derechos económicos: el de creer que las decisiones de naturaleza económica pueden zanjarse con apelación a criterios constitucionales, en particular al de derechos económicos. Por supuesto que en las decisiones económicas han de atenderse criterios de orden normativo, pero la naturaleza de los problemas por decidir dicta el método de su resolución. Cómo generar más empleo, cómo aumentar el ingreso familiar, cómo proveer más vivienda, etc., son problemas que demandan una solución económica, es decir, crear las condiciones, cualquiera que sean, para que, en la práctica, puedan solucionarse esos problemas. Esto implicará la consideración de numerosas alternativas, y al evaluarlas, será necesario examinar cuál de ellas es más conducente a la producción efectiva del resultado, teniendo en cuenta además sus impactos colaterales no inmediatos. Nuestra jurisprudencia, en buena medida, ha optado por otro camino: por forzar alternativas que supuestamente emanan de los derechos constitucionales, sin considerar si ellas son las más efectivas para propiciar aquello que quiere lograrse y sin detenerse a pensar en todas las ramificaciones y costos que su decisión tiene.
Como siempre, recibo con la mayor atención sus opiniones.
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