Temas Contemporáneos
Dos décadas de la Constitución: invitación a un examen sin temor y sin censura (segunda parte)
03 de Mayo de 2011
Firma de la Constitución de 1991. En la imagen, Antonio Navarro Wolf (firmando), Álvaro Gómez Hurtado y Horacio Serpa Uribe.
Andrés Mejía Vergnaud
Twitter: @AndresMejiaV
Aunque esta sección se debe siempre a sus lectores, hoy tal deuda es de mayor magnitud. Recordarán ustedes que en nuestra entrega anterior extendimos una invitación: la de discutir, sin temores y sin que hubiese temas vedados, el origen, la estructura y la vida de nuestra Constitución Política, ahora que ella se acerca a su aniversario número 20. Y tal invitación la extendimos a los lectores. Fue así como, por la vía del correo electrónico, recibí decenas de mensajes, extensos muchos de ellos, llenos de argumentos y de puntos de vista interesantes. Fue un arco de variedad que se extendió desde el más severo rigor académico hasta la fina ironía, como la de aquel lector que manifestó simplemente que la Constitución le aburre (Pablo Parra). Declaro mi gratitud hacia quienes me hicieron llegar sus opiniones. Pero entre estos corresponsales hay uno que merece una mención especial, por sus características: se trata del grupo estudiantil “Desde las Aulas”, integrado por jóvenes pertenecientes a nueve facultades de Derecho; ellos se han propuesto la tarea de que el aniversario de la Constitución no transcurra de manera inadvertida y callada, y para tal efecto han organizado un sinnúmero de iniciativas (http://www.desdelasaulas.org/). Fui invitado a dialogar con este grupo el pasado 10 de abril, y puedo dar testimonio de que fue una de las sesiones académicas más interesantes que haya presenciado. A ellos, muchos éxitos en su valioso empeño.
Siendo este el segundo capítulo de esta serie de tres, y habiéndose dedicado el primero al anuncio y a la convocatoria, nos dedicaremos hoy a la síntesis. Es decir, al muy difícil trabajo de condensar en una página las opiniones que los lectores me han hecho llegar. Me disculparán que la cantidad de corresponsales haga imposible que les identifique por el nombre.
Habíamos planteado cuatro temas. Pero no hay duda de que dos de ellos despiertan mayoritariamente el interés de los estudiosos. El primero es el del origen de la Constitución. Y el segundo, la polémica sobre los efectos económicos y fiscales de sus interpretaciones: aquello que en el artículo previo llamamos “La ilusión de la abundancia”.
Cuestión de origen
Empecemos entonces por el origen. O más bien, por la cuestión del origen. Cuestión a la cual, dicho sea de paso, concede importancia nula el ciudadano del común. Esto último no es apenas una nota de casualidad: bien podría indicar algo importante, algo propio de la naturaleza de este tema, o de su desarrollo, que le haga carecer de la atención que se le brinda ocasionalmente en los medios académicos.
En cuanto al asunto, han sido muy pocos los lectores que se manifestaron a favor de la posición de máximo rigor. Es decir, los que sostuvieron que la Constitución de 1991 tiene un origen ilegal, por haber nacido de un procedimiento no válido de acuerdo con las normas entonces vigentes, y están por tanto dispuestos a arrojar alguna clase de tacha sobre la Constitución, una tacha jurídica, política o moral. Una posición interesante la sostuvieron quienes, declarando su adhesión al rigor normativo, consideraron que no es ilegal el origen de la Constituyente, pues su convocatoria fue avalada por la Corte Suprema de Justicia, y, si hemos de apegarnos al rigor jurídico, veríamos que ella tenía la competencia de juzgar sobre la legalidad de la convocatoria. Y así lo hizo, y a favor.
Pero una notable mayoría de los lectores sostiene otra posición, la cual viene en variedades muy diversas. Podría ella sintetizarse así: sí hay un acto de ruptura normativa, y de este acto nace la Constitución. Pero dicho acto está justificado por circunstancias. ¿Cuáles? Allí empiezan a distinguirse las variedades: la situación del país en los años recientes, el narcoterrorismo, la exclusión de ciertos grupos sociales, la mayor pluralidad cultural y religiosa. Mi opinión personal sería muy crítica de algunas de estas observaciones, pero por ahora me la debo reservar. Baste decir que, en las más elaboradas y valiosas de ellas, yace la idea de que la sociedad colombiana de principios de los noventa no podía vivir ya más con la Constitución de 1886, pensada y promulgada para una sociedad muy diferente. Y los abogados con más edad o con más memoria acompañan esto con una observación formal: esta inadecuada Constitución era, además, de muy difícil reforma, cosa manifestada en al menos dos intentos de modificación que fueron frustrados. No había otro camino, entonces, que el de propiciar una ruptura.
En mi reunión con los estudiantes de “Desde las Aulas” emergió una interesante reflexión: en materia de cambio constitucional, quien se apegue con exceso al rigor normativo habrá de sentirse muy incómodo en el análisis de la historia. Pues siempre habrá de llegar a un momento en el cual los actos constituyentes no siguieron la partitura. O no había ni siquiera partitura. Al nostálgico de la Carta del 86 que deplore el modo como llegó la del 91, bastaría recordarle cómo se promulgó la que tanto añora: se vería obligado a predicar de ella también la ilegalidad. Que a su vez debería promulgar de la primera o las primeras constituciones de Colombia.
He dicho que me reservo por ahora mi opinión. Pero puedo anticipar un principio en el que ella se basa: el apego a la forma jurídica es un valor en general deseable, y más lo es cuando se trata de aquellas partes del sistema jurídico cuyo contacto con las realidades políticas es más remoto. Pero el Derecho Constitucional es el punto de encuentro inmediato entre lo político y lo jurídico: se hallará que no hay allí una frontera bien definida, sino una especie de terreno común. Esto hace improcedente el juicio exclusivamente jurídico de los hechos que dan origen a una Constitución.
Derechos y economía
Fascinó también a los lectores el tema de las consecuencias económicas. Y no quisiera omitir el reconocimiento de lo que al respecto han opinado grandes expertos de nuestra academia durante los últimos años: me declaro en deuda con todos ellos.
En este tema, resulta curioso ver cuán polarizadas están las opiniones de los lectores, y cuán escasa luce la posibilidad de trazar puentes entre ellas. Cosa que constituye el objetivo de mayor valor, pues tanto la Constitución como las leyes de la economía están vigentes: tenemos que aprender a vivir con las dos. Humberto de la Calle me ha hecho entender que este problema no es atribuible a la Carta del 91, sino que de antaño los gobiernos se han quejado del costo fiscal de los fallos judiciales. De hecho, ante la Convención de Ocaña, el propio Libertador se queja de que la hacienda pública es “…víctima de la ignorancia y de la malicia de los tribunales”.
Encontramos entonces, por un lado, lectores cuya posición es que la Carta del 91, y en particular la interpretación hecha de ella por la Corte Constitucional, trae consigo un irremediable menoscabo del fisco y de la economía en general. Dicha posición se expresa de modo casi fatalista, es decir, como si una solución no fuese concebible. Al otro lado de la brecha están quienes opinan que estos efectos económicos y fiscales son totalmente irrelevantes, en cuanto emanan de mandatos de carácter indiscutiblemente superior. Ellos serían, por un lado, la definición de Colombia como Estado “social” de derecho, los derechos económicos y sociales, y los tratados internacionales sobre tales derechos. A ello agregan que, en virtud de tales tratados, no solo tienen índole superior esos derechos, sino que en sus desarrollos concretos no puede haber cambios a la baja, en virtud de un principio de “no regresividad”. Esta posición tampoco es constructiva, y con el respeto de sus proponentes, es un tanto absurda: un hecho tozudo e irrefutable es el de que en cualquier economía, y en particular en cualquier sistema de hacienda pública, los recursos son por naturaleza limitados, y hay que hallar maneras razonables de utilizarlos y de hacerlos crecer. Y la prédica dogmática que apunta hacia unas normas sacrosantas y hacia principios que impiden la rectificación choca de frente con estas elementales realidades.
Nunca es tarde para enviarme sus opiniones. Pueden hacerlo al correo andresmejiav@gmail.com
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