Columnistas
Derecho de petición y arrogancia del poder
26 de Febrero de 2014
Mariela Vega de Herrera Abogada especialista en Derecho Administrativo
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Se encuentra para examen de la Corte Constitucional la ley estatutaria reguladora del derecho de petición, normativa que se insertará en el Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo para sustituir los artículos 13 al 33, declarados inexequibles mediante Sentencia C-818 del 2011.
Los nuevos preceptos, en lo sustancial, mantienen el contenido de legislaciones anteriores, en cuanto procuran el respeto y la protección del derecho a favor de todas las personas para elevar solicitudes respetuosas ante las autoridades y obtener adecuada y oportuna respuesta. Es un dispositivo de doble vía: comprende el derecho fundamental del ciudadano y la correlativa obligación para el funcionario de atender y resolver en debida forma.
Según recuento de la exposición de motivos del Consejo de Estado, en la presentación del proyecto de ley, este derecho, cuya génesis se remonta a la Edad Media, se proyecta a lo largo de la historia y trasciende al universo jurídico desde la Carta Magna de 1215; prosigue su curso haciendo presencia en los primeros textos constitucionales y declarativos de derechos y deberes, para descender al ámbito nacional en las constituciones de Tunja y en la de Cúcuta de 1821, entendido como “… la libertad que tienen los ciudadanos de reclamar sus derechos ante los depositarios de la autoridad pública, con la moderación y el respeto debidos, en ningún tiempo será impedida ni limitada”.
La Constitución de 1886, en su artículo 45, y la Carta Política actual, en el 23, asignan lugar preferencial al derecho de petición, cuyas reglamentaciones se han incluido desde 1959 en los códigos administrativos; en ellas se reitera tanto la importancia de este mecanismo, necesario para la efectividad de los derechos de las personas, como la ineludible obligación para los agentes estatales de satisfacer las solicitudes con base en la ley. En igual dirección, la jurisprudencia registra progresos a partir de la Carta de 1991, en cuanto el derecho de petición se percibe de manera integral como medio adherido al logro de los derechos sustanciales. La posibilidad de formular peticiones conlleva para el interesado la certeza de una respuesta, favorable o adversa, pero en todo caso congruente con la solicitud.
Todos esos esfuerzos legislativos, jurisprudenciales, doctrinarios y académicos procuran hacer del derecho de petición una realidad, para que, en primer lugar, su ejercicio mejore la inmediación entre gobernantes y administrados, permitiendo que los primeros conozcan las necesidades de los segundos, a fin de adoptar soluciones y correctivos que confieran eficiencia a la gestión pública. También se busca hacer de este derecho un instrumento de contención a la arrogancia de quienes olvidan que los institutos del poder son para el servicio de la comunidad y no para la satisfacción de la libido imperandi. En este último sentido aparece de resalto la importancia del mecanismo, dada la inveterada conducta de funcionarios que, con olvido de sus deberes misionales de servicio a la comunidad, se ocultan en sus oficinas con el pretexto de la seguridad, tras insuperables muros frente a los clamores y las solicitudes de los ciudadanos.
Es el caso, por ejemplo, de la Unidad de Gestión Pensional y Parafiscales, a cuyas lujosas oficinas no le es dable acceder al ciudadano, ni siquiera para presentar una respetuosa solicitud escrita, como que la barrera de la recepción se encarga de comunicar que la directora solo recibe los documentos que ella espera. Para presentar otras peticiones estaba dispuesto un sótano parqueadero. Ahora, con irrespeto por el usuario, se indica como lugar de recepción una dirección inexistente. Resta expresar que con esta clase de aliados, el Gobierno no necesita opositores.
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