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Actualizado hace 6 hours | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


Democracia: anhelo y realidad

04 de Octubre de 2011

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Jorge Humberto Botero

Jorge Humberto Botero

Abogado y exministro de Comercio, Industria y Turismo

 

 

 

En la tipología de las formas de gobierno, la democracia resplandece como el sistema político ideal. Ya no somos súbditos, meros sujetos pasivos del poder arbitrario que otros ejercen, sino ciudadanos que concurrimos, en pie de igualdad, en la constitución del poder político, de modo tal que cuando obedecemos las normas, en realidad acatamos nuestras propias decisiones.

 

El sufragio universal nos permite elegir directamente los gobernantes; gozamos también de la potestad de participar directamente, por medio de consultas populares, en el ejercicio del poder. Incluso más: el desarrollo de la tecnología permite a los ciudadanos intervenir, en tiempo real, sobre cualquier asunto de interés público; a mí me parecería una pesadilla, pero podría haber referendos diarios en internet.

 

Sin embargo, basta dar una mirada alrededor, en este o en cualquier otro país, para darnos cuenta de cuán lejos se encuentra la realidad de la belleza inmanente de los principios. He aquí un breve catálogo de frustraciones.

La democracia moderna es el producto acumulativo de tres revoluciones. De la Revolución Inglesa, que hunde sus raíces en el siglo XIII con la expedición de la Carta Magna, pero que se consolida en el siglo XVII, con el predominio del poder del Parlamento frente al rey. De la Revolución Norteamericana ocurrida un siglo después, de la cual surge la democracia constitucional. Y, poco después, de la Revolución Francesa, cuando se proclaman los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

 

Debemos a esta última la idea de que los derechos individuales prevalecen sobre las conveniencias de la comunidad; por grandes que sean estas, no es posible transgredir los derechos fundamentales de nadie. Por ejemplo, la tortura está proscrita aún si tuviéramos la certeza de que el detenido tiene información relevante para desactivar una acción terrorista de perfiles catastróficos. Hoy sabemos que EE UU, el supuesto campeón de los derechos humanos en el mundo, los viola en su prisión “extraterritorial” de Guantánamo, sin que nadie, ni siquiera su Corte Suprema, levante una voz de protesta.

 

Pero dejando de lado aberraciones como esta, lo cierto es que no son los ciudadanos, a pesar de las apariencias, los actores principales del juego político, como tampoco lo son los partidos que supuestamente encauzan los intereses de las grandes masas de individuos. Tanto en los países desarrollados como en los nuestros, los actores centrales del proceso político son los grupos de interés: empresarios, trabajadores, consumidores y, de manera creciente, los defensores del medio ambiente. Esta circunstancia explica que en la actualidad sean más importantes gremios, sindicatos y ONG que el Parlamento. El corporativismo, caro a fascistas y nazis de la pasada centuria, ha terminado por imponerse.

 

Uno de los más célebres debates de la Asamblea Constituyente Francesa reunida en 1789 versó sobre si los electores, al designar sus representantes, les imponían un mandato representativo; es decir, si estos, una vez elegidos, están obligados a actuar conforme al querer de sus electores. Basándose en la creencia de que hay que proteger la autonomía del Parlamento, se inclinó por conceder plena libertad a los elegidos, que son “inviolables” por sus opiniones y votos.

 

Esta idea fue cabalmente recogida en nuestra Constitución de 1886: “Senadores y representantes representan a la Nación entera y deben votar consultando únicamente sus intereses”. Este noble ideal jamás tuvo cumplimiento y ha sido rechazado por la normativa constitucional contemporánea. Hoy está dispuesto que los miembros del Congreso no pueden actuar con libertad. Lo impide la disciplina del voto que permite sancionar al parlamentario que vote en contra de la instrucción recibida de las autoridades de su partido. Si con el concurso de la linterna de Diógenes encontráramos un Justo que quisiera ir al Congreso sin ningún género de ataduras clientelistas, probablemente terminaría perdiendo su curul.

 

Ni siquiera en las democracias más avanzadas gobierna el “pueblo”, en quien radica –se nos dice– la soberanía. Dominan las élites. Los ricos, por supuesto; los poderosos que no son ricos, como es el caso, a veces, de los sindicatos; y la tecnocracia. La preponderancia de los dos primeros puede y debe ser acotada. Pero en cuanto a la tecnocracia, es inevitable que su poder sea alto como consecuencia de la creciente complejidad de los asuntos que configuran la agenda pública. Mantener en el ámbito de la política el rumbo de la sociedad es indispensable; pero también lo es tener claro lo que se puede y lo que no, la forma de lograrlo y lo que vale implementarlo.

 

Está bien que los Angelinos de este mundo nos cuenten sus propuestas para combatir la pobreza, pero no que nos digan cómo medirla, cuestión que implica tener en cuenta factores objetivos, tales como la definición del componente calórico y proteínico de una dieta básica y su costo; y la estimación de la capacidad de gasto de las familias para adquirir los alimentos que requieren con necesidad absoluta. Ignorar estos factores a nada bueno conduce.

 

Una democracia de ciudadanos activos e ilustrados, sin cuyo predominio los ideales democráticos no pueden prosperar, es indispensable. Estamos lejos de que ello suceda; el problema en nuestro país es más grave que en otros por una razón poderosa: los colombianos no leen. El “consumo” de libros en nuestro país es de dos libros por habitante al año, en comparación con España que registra, por ejemplo, siete libros por persona y Alemania, que registra 15. Como tampoco leen periódicos, salvo los deportes y los chismes, nuestra cultura política proviene de las ideas simples y maniqueas que, con excepciones notables, a diario destilan la radio y la televisión.

 

¿Se puede hacer algo? Sí señor. Necesitamos televisión pública de calidad (Inravisión tiene excelentes programas, pero requiere mejor cobertura y  difusión). El Estado debe dar apoyo directo a programas de opinión en los canales privados, aunque sin intervenir en la definición de sus contenidos. Portales independientes en los que se realizan debates de altura, tales como La Silla Vacía (en la que escribo sin remuneración), o Razón Pública, realizan aportes fundamentales a la democracia que requieren apoyo de los particulares y del Gobierno.

 

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