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Actualizado hace 11 hours | ISSN: 2805-6396

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Bogotá en la Constitución de 1991

30 de Junio de 2011

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Jaime Castro

Exconstituyente. Alcalde de Bogotá (1992-1994)

jcastro@cable.net.co

 

En las normas que sobre la capital de la República contiene la Carta está el origen de los profundos cambios institucionales, administrativos y fiscales que han transformado la ciudad últimamente. Sin embargo, quienes por estos días están analizando y comentando los logros de la Constitución expedida hace 20 años no han advertido que la nueva ciudad, de la que a veces nos enorgullecemos, tiene en la Carta de 1991 su punto de partida. Así lo acredita un breve repaso de lo que ha sido la historia legislativa de Bogotá como distrito.  

 

La reforma constitucional de 1945 dispuso que la ciudad fuera “organizada  como un Distrito Especial, sin sujeción al régimen  municipal ordinario, dentro de las condiciones que fije la ley”. Como dicho texto no fue desarrollado legislativamente por el Congreso, lo hizo el gobierno militar de Rojas Pinilla, mediante decreto de Estado de sitio, el 3640 de 1954, que reglamentó la organización  y funcionamiento del distrito y anexó a este el territorio de seis municipios circunvecinos (Usaquén, Suba, Engativa, Fontibón y Usme).

 

El Decreto 3640 –que se puede decir fue el primer Estatuto Orgánico de la ciudad, aunque esa no era la nomenclatura de la época- no fue reformado ni derogado por las Cámaras que se  instalaron en 1958. Rigió hasta 1968, cuando lo reemplazó el Decreto 3133, que el Gobierno Lleras Restrepo dictó en uso de las facultades extraordinarias (L. 33/68), que le otorgó el Congreso y que de esa manera puso de presente su “pereza legislativa” frente a Bogotá,  porque, en vez de legislar, decidió que lo hiciera el Ejecutivo. Este decreto, segundo Estatuto Orgánico de la ciudad, fue “mutilado” por la Corte Suprema (en ese entonces no había Corte Constitucional), que declaró inexequibles varios de sus artículos y apartes, frases y expresiones de algunas de sus normas.

 

En poco tiempo, el 3133 dejó de ser el estatuto que Bogotá requería, entre otras varias razones, porque la ciudad creció y cambió tanto, que se convirtió en la primera metrópoli del país. Luego, porque las sentencias de la Corte Suprema recortaron sus alcances. A pesar del “vacío legislativo” que creó el hecho anotado, el Congreso continuó sin ocuparse de la ciudad. Dictó normas y reglamentos para todos los municipios de Colombia, menos para la capital. Entre 1968 y 1991 las Cámaras solo expidieron la Ley 8ª de este último año, que aumentó la controversia sobre el régimen aplicable a la ciudad, porque dispuso que a Bogotá “se le aplicarán las disposiciones legales comunes a todos los municipios, que sean compatibles” con el régimen vigente para el distrito.

 

La Corte Suprema, el Consejo de Estado, el gobierno nacional y el distrital, así como los tratadistas debatieron durante décadas qué era o debía ser el distrito especial creado en 1945 y cómo debía organizarse. Ese debate explica, en parte, la parálisis del Congreso frente a la ciudad y el  “limbo” o “viacrucis” institucional en el que vivió el distrito, porque las normas que se le aplicaban no interpretaban ni expresaban su realidad. Tampoco permitían atender sus necesidades ni desarrollar sus posibilidades. Del periodo 1945-1991 vale la pena destacar, entonces, la “pereza legislativa” que mostró el Congreso en relación con Bogotá. Las consecuencias de esa indiferencia las pagó la ciudad, porque perdió gobernabilidad.

 

La Constitución de 1991

Esa situación terminó con las normas de la Carta del 91, artículos 322 a 327, que institucionalizaron para Bogotá una forma especial y distinta de gobierno y administración. La Constitución del 91 dispuso, en efecto, que Bogotá dejaba de ser distrito especial, condición que no había podido ser precisada en cuanto a su contenido y alcances, y pasaba a ser distrito capital, al que le definió sus elementos principales, para que hubiera claridad sobre lo que se proponía: darle a la ciudad un nuevo estatus. Para logarlo, previó que su “régimen político, fiscal y administrativo” estuviese contenido en “leyes especiales”. Dio así piso constitucional al Estatuto Orgánico (D. 1421/93) que hoy la rige. Sentó las bases para la descentralización que debía ordenarse, porque Bogotá no es manejable desde un solo centro de poder. Creó las localidades, que ahora tienen cada una nombre propio (antes eran meras zonas que se distinguían por simple orden numérico). Dispuso también que en cada localidad hubiera una junta administradora y un alcalde local escogido mediante elección de segundo grado. Financió “la revolución de las pequeñas grandes cosas”, porque ordenó apropiar las partidas necesarias para que las autoridades locales resolvieran las más urgentes necesidades de sus respectivas poblaciones y territorios.

 

Los principios anteriores fueron desarrollados por el Decreto 1421 de 1993. ¿Por qué lo expidió el Gobierno, mediante decreto que tiene fuerza de ley, y no el Congreso, que era quien  debía hacerlo? Sencillamente, porque las Cámaras no aprobaron, dentro del término de los dos años siguientes a la fecha de vigencia de la Constitución de 1991, el proyecto respectivo. Ese plazo lo fijó la misma Constitución, de manera expresa, con la advertencia de que si no lo hacía, el Gobierno Nacional dictaría el estatuto, que fue lo que ocurrió.  Afortunadamente para la ciudad el estatuto no lo expidió el Congreso, que alcanzó a aprobar  en dos de los cuatro debates reglamentarios un proyecto que, en vez de mejorar la situación  del distrito, la complicaba aún más. La mera comparación de lo que pretendían las Cámaras y lo que es el 1421 así lo confirma.

 

Como alcalde  presidí un gobierno-puente. Los primeros 15 meses goberné sin estatuto; los segundos, con el 1421. El periodo era entonces de dos años y medio. La diferencia fue grande. Del cielo a la tierra, como dice el lenguaje popular. Con el estatuto la ciudad empezó a ser gobernable y administrable. Recuperó la gobernabilidad que había perdido desde mediados de los cincuenta, cuando se dictó el Decreto 3640 que, por las anexiones que ordenó, dio los primeros pasos para que fuera metrópoli, pero no adoptó una forma de gobierno y administración apropiada para esa nueva realidad.

 

Hasta el momento, al 1421 solo se le ha hecho un cambio, el que permitió la reelección del personero distrital, mientras que a la Carta del 91 se le han hecho 34 reformas. No ha habido   más reformas, ni un nuevo estatuto, porque nadie ha presentado ni defendido una iniciativa seria y viable. Muchos hablan de la necesidad y conveniencia de retocarlo, pero sus propuestas son regresivas. Básicamente lo que buscan es regresar a la “coadministración”  anterior (el Concejo compartía el gobierno con el Alcalde). Las ventajas del estatuto tal vez  se explican, porque es un ordenamiento realista, coherente, viable y práctico, que fue concebido, diseñado y redactado con base en las experiencias de una administración que durante 15 meses, día tras día, padeció la ingobernabilidad. Cada una de esas dolorosas experiencias permitió ir elaborando el proyecto que finalmente se dictó.

 

La gran Bogotá

La Carta del 91 también se ocupó de la dimensión  regional de la ciudad, porque previó que el distrito, con los municipios circunvecinos, conformara un área metropolitana, y con los departamentos de su entorno, una región administrativa y de planificación. Esas previsiones  no han tenido aplicación alguna, en primer lugar, porque ni al distrito ni a los municipios de la sabana les ha interesado organizarse como área metropolitana, figura que no muestra grandes realizaciones en las ciudades que han acudido a ella y, luego, porque las regiones apenas ahora, con la expedición de la primera Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial, el Congreso las ha reglamentado.

 

Pero la razón principal para que las autoridades competentes no hayan creado un área y/o una región está en el hecho de que ahora estamos en presencia de “la gran Bogotá”, que conforman los territorios del distrito, la cuenca alta del río Bogotá, desde su nacimiento hasta el Salto del Tequendama y la sabana. Esa área constituye una ecorregión. A ese hecho  geográfico, la ecorregión, se suma un hecho  económico y social: la conurbación, porque hay en ella un conjunto de centros urbanos, antes separados, entre los que han creado relaciones e interdependencias que los obligan a actuar de común acuerdo para el tratamiento de situaciones y la solución de problemas que a todos interesan, porque los afectan en mayor o menor grado, como son la seguridad, la preservación del medio ambiente, la movilidad, la productividad y competitividad y la adopción de una política tributaria unificada, lo cual no  quiere decir que todos los entes territoriales apliquen las mismas tarifas.

 

Esta nueva realidad urbana, económica y social exige que la gran Bogotá se organice como ciudad- región, la primera del país, pero no la única. Dejar de ser distrito capital y pasar a ser ciudad-región es el nuevo reto que afronta la capital. Y es la única manera como garantiza la sostenibilidad y el mejoramiento de lo que ha logrado últimamente. Afortunadamente ese  cambio institucional se puede hacer por ley.  No necesita reforma constitucional.

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