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Elogio de la palabra y crítica del bravucón

Adelgacemos los escritos, que belleza del lenguaje no es sinónimo de floritura, ni la elegancia en el trato escrito riñe con la solidez y claridad de argumentos.
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Elogio de la palabra y crítica del bravucón

26 de Mayo de 2025

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Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario
maramburo@aramburorestrepo.co

Leí o escuché recientemente de alguien –y solo ahora advierto lo irónico que es no recordar cómo fue–  que se había hecho escritor porque le costaba la comunicación oral, de manera que solo escribiendo podía poner orden adecuado a las palabras que quería decir. La escritura, en ese sentido, le proporcionaba la reflexión y la calma, además de la elocuencia, que en la comunicación oral no lograba obtener.

Y como la reflexión sobre lo que uno lee (o escucha) a veces permite rumiar conexiones, me fue inevitable pensar en una cierta paradoja en dos aspectos –para mí, centrales– del ejercicio de la profesión de abogado en contextos judiciales, en relación con las ventajas de la oralidad y de la escritura. Digo que es una paradoja porque, por una parte, coincido con el escritor en que la escritura permite estructurar argumentos y razonamientos justificativos más elaborados (y por ello, defiendo las sentencias escritas), pero por la otra, la escritura nos proporciona dos males.

El primero tiene que ver con la discusión sobre el auto inadmisorio de la demanda, al menos en los asuntos gobernados por el Código General del Proceso, el Código de Procedimiento Administrativo y lo Contencioso Administrativo y el nuevo Código Procesal del Trabajo y la Seguridad Social. La férrea defensa de la oralidad (que para algunos está conectada de manera casi necesaria con la presencialidad en las audiencias), parece reducida a solo algunas fases del proceso, de la instrucción en adelante. La fase inicial, que se relega a al denostado sistema “escritural” es estructuralmente refractaria a cualquier comunicación oral: hasta la solicitud del expediente es por escrito –a través de correo electrónico, al menos– y la llamada audiencia inicial puede llegar después de un prolongado cruce de autos y memoriales: aunque sea un caso patológico, todos conocemos al menos un caso en el que la audiencia “inicial” llegó años después de presentada la demanda. Sobre este punto, pensaba que sin auto inadmisorio, una audiencia de interacción directa del juez con los apoderados sería muy útil para aclarar las oscuridades que pueda haber en hechos y pretensiones, e incluso de los medios de prueba. De manera semejante a la fase de fijación del litigio, una audiencia oral, amable, puede proporcionar luces, permite confrontar posiciones y facilita la rapidez. Las desventajas, por supuesto, tienen que ver con la lucha por un espacio en la agenda de cada despacho judicial y la dificultad de acudir a la fuente: en las fases posteriores del proceso, para referencia, resulta mucho más fácil remitirse a un escrito determinado, en lugar de un minuto de una audiencia oral, sobre todo en tiempos en los que es muy fácil, para jueces y litigantes, el empleo de valiosas herramientas de inteligencia artificial como apoyo en el análisis de documentos.

El segundo aspecto tiene que ver con lo que podría llamar una crítica del abogado bravucón.  Mientras al escritor de mi ejemplo inicial la escritura le proporciona la calma, serenidad y elocuencia que no alcanzaba oralmente, tengo la sensación de que a los abogados –como a los usuarios de ciertas las redes sociales– la posibilidad de escribir nos desata frenos y libera contenciones. Por escrito nos permitimos adjetivos, agresividades, altanerías y bravuconerías: enfrentados a la hoja en blanco del computador, no sentimos la mirada escrutadora ni medimos el efecto de las palabras que empleamos en la defensa de los intereses que se nos confían. La pluma es el arma más afilada que tiene un abogado y, en tanto arma, solo conviene desenfundarla cuando sea estrictamente necesario: el litigio no es un campo de batalla, sino de confrontación de ideas, y a eso convendría reducir la cuestión. Adelgacemos los escritos, que belleza del lenguaje no es sinónimo de floritura, ni la elegancia en el trato escrito riñe con la solidez y claridad de argumentos.

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