Columnistas
La crisis del Derecho Comercial
30 de Enero de 2013
Néstor Humberto Martínez Neira Socio de Martínez Neira Abogados Consultores
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El fin de año nos permitió revisar en detalle el nuevo libro del prolífico investigador Jorge Hernán Gil Echeverry, que circula bajo el título Aplicación del Derecho Civil a los Asuntos de Comercio y el Principio de Consensualidad. En síntesis, se trata de un riguroso trabajo en el que el autor reclama la especialidad del Derecho Comercial frente al Derecho Civil y evidencia de qué manera el obnubilado criterio de la jurisprudencia civilista ha impedido el desarrollo de las instituciones mercantiles en la vida de los negocios.
Le asiste la razón al profesor Gil en su obra, que es una proclama académica por la defensa de las fuentes del Derecho Comercial, por la reivindicación de la libertad contractual y por el desapego a toda manifestación arcaica de sometimiento de la voluntad obligacional a rígidas formas de expresión.
Es increíble que ocho lustros después de expedido el Código de Comercio y de los trabajos de Pérez Vives sobre el principio de consensualidad en esta disciplina, la doctrina tenga que seguir ocupándose de estas materias, por el autismo de la jurisprudencia que a toda costa persevera en imponer las formalidades del Derecho Civil a los contratos mercantiles, sin más razón que su propio capricho. Todo ello en medio de la modernidad y de la realidad incontrastable que ofrece la globalización para celebrar contratos, en tiempo real, a miles de kilómetros de distancia, sin sellos, ni escribanos.
En cuarenta años, la única licencia que han obtenido los hombres de negocios en estos asuntos, es la autorización jurisprudencial para que sus promesas de contrato se perfeccionen por el mero consentimiento de las partes.
La postración del Derecho Comercial ha llegado al extremo de que la jurisdicción civil aún habla de los contratos reales en los asuntos de negocios, contra expreso mandato del artículo 824 del Código de Comercio que, desde la perspectiva del perfeccionamiento de los contratos, solamente reconoce los consensuales y los solemnes, por excepción. ¿Cómo puede ser ello posible si hasta la prenda con tenencia, el contrato real por antonomasia, según los romanos y que citan con tanto entusiasmo algunos autores contemporáneos, es consensual por expresa disposición del artículo 1204 del Código de Comercio?
Por si fuera poco, la autorregulación comercial, expresada en la sabiduría social que acepta como reglas de comportamiento los usos de general aceptación en el comercio, sufre la represión de las cámaras de comercio, quienes por física abulia no investigan las costumbres de sus regiones. Y la Cámara de Comercio de Bogotá ha llegado al extremo de decidir, contra el mandato de ley, que solo recopila y certifica las costumbres “de alto impacto”, entendiendo por tales aquellas cuyo grupo objetivo tenga por lo menos 1.000 inscritos en el registro de comercio, lo que debería obligar a actuar a la Superintendencia de Industria y Comercio, porque de perpetuarse esta política o, mejor, esta arbitrariedad, no será posible investigar prácticas bancarias, de seguros, de clínicas, de comercializadores de vehículos, de agencias de publicidad, etc., porque en ninguno de estos casos los empresarios de cada ramo en la ciudad llegan a ser más de 100.
No es menos importante lo que pasa con la contabilidad comercial y su valor probatorio. La ley ha asignado un especial poder de acreditación a la contabilidad de los empresarios. En su momento dijo el profesor Emilio Langle que “es lógico encontrar en los libros y papeles que la constituyen, mayores motivos de credibilidad, que los que normalmente se le atribuyen a los demás documentos privados, cuya elaboración no está sujeta a requisitos legales que permitan fundar una sana presunción de la veracidad de lo que en ellos se expresa”. Pero los operadores judiciales obran al amparo de la “sana crítica”, a pesar de que en estas materias la ley conserva la tarifa legal probatoria.
Los libros clásicos abundan en referencias ilustradas sobre la eficacia probatoria de la contabilidad mercantil. A través de su lectura se forman los nuevos profesionales del Derecho, pero lo que no se les dice es que, en la práctica, los jueces se abstienen de fallar con base en las pruebas contables y mucho menos aplican la regla de que no pueden aceptar evidencias que tiendan a desvirtuar la verdad que emana de los libros contables. Lo más desalentador es que los árbitros, calificados especialistas, siempre encuentran razones para abstenerse de aplicar las reglas sobre la eficacia probatoria de los libros de comercio. Así, por las vías de hecho, en el campo legal la contabilidad ha terminado siendo solamente una fuente documental para la correcta tasación de los impuestos.
Todo esto tiene al Derecho Comercial inmerso en una verdadera crisis. ¿Hace sentido mantener la dicotomía del derecho privado si la cruda realidad de lo fáctico revela que las bondades de las instituciones mercantiles languidecen y le hacen perder sentido a la emancipación histórica del derecho de los negocios?
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