Columnistas
Golpe al desarrollo rural
04 de Octubre de 2012
Jorge Humberto Botero Abogado y exministro de Comercio, Industria y Turismo
|
La Ley 160 de 1994 es, hasta ahora, la última de nuestras fallidas leyes de Reforma Agraria. En su artículo 72, excluye la posibilidad de que cualquier persona adquiera predios inicialmente adjudicados como baldíos, “si las extensiones exceden los límites máximos para la titulación señalados por la Junta Directiva (del Incoder) para las Unidades Agrícolas Familiares en el respectivo municipio o región”. Igualmente, prohíbe que ellos se aporten a cualquier tipo de asociación.
Habida cuenta de la enorme concentración de la propiedad rural que existe en Colombia, parece bien que la adjudicación de los inmuebles con vocación agrícola de los que el Estado decida desprenderse tenga efectos redistributivos de la propiedad rural; y que esos efectos no puedan revertirse con posterioridad.
Pero en ciertos casos, tales como el del desarrollo de la altillanura, puede tener resultados contraproducentes. Me refiero a la región que va por la margen derecha del río Meta, desde Puerto López, cerca de Villavicencio, a Puerto Carreño en la frontera con Venezuela. Es un aérea gigantesca; su superficie es de, aproximadamente, 3,5 millones de hectáreas, más de la mitad del área sembrada en el territorio nacional.
Numerosos estudios, entre ellos el realizado por el Crece bajo la dirección de José Leibovich, señalan que las economías de escala para el cultivo de la soya y el maíz amarillo, los dos productos más promisorios de la subregión, exceden, en varios múltiplos, la extensión de las Unidades Agrícolas Familiares, cuya superficie, en el caso del Meta es de 696.34 hectáreas (para el Vichada la cifra no ha sido establecida).
En el caso de la soya, y tomando como referentes a EE UU y Brasil, que no solo son grandes productores sino, además, nuestros competidores directos en el mercado internacional, la escala óptima de producción es del orden de 2.200 hectáreas.
Como el tamaño promedio de nuestros cultivos es sustancialmente inferior, la consecuencia inexorable es que no somos competitivos en los mercados globales. Pruebas al canto: el costo promedio de producción de maíz es 29 % más alto por hectárea que en EE UU; tratándose de la soya el exceso de costos es de 23 %.
Esto es grave en el corto plazo. La demanda mundial por estos productos crece a tasas elevadas, las cuales tienen vocación de permanencia en un horizonte dilatado como consecuencia del crecimiento de la población mundial y de la capacidad de consumo. Bajo las condiciones actuales, no podemos participar en una torta que generará riqueza y prosperidad a otros países de la región, tales como Brasil, Argentina y Bolivia.
La situación se pondrá peor a la vuelta de pocos años: a) el llamado “arancel geográfico” –el extra flete que deriva de la mala calidad de la infraestructura– se eliminará paulatinamente como consecuencia del plan vial que ¡por fin! está en ejecución; b) los distintos tratados de comercio que hemos celebrado (y que la Corte Constitucional ha declarado exequibles) contemplan cronogramas lentos pero inexorables de desgravación; c) nada hace pensar que el tipo de cambio actual, que abarata las importaciones, vaya a tener cambios estructurales.
Por esos motivos, la competencia externa en los mercados domésticos crecerá con el paso del tiempo amenazando la producción actual.
Consciente de estos problemas, en el Plan Nacional de Desarrollo 2010-2014, el Gobierno propuso modular, bajo severas condiciones, el rigor de las disposiciones mencionadas arriba. Si en casos como los del maíz y la soya no podemos competir por la pequeñez de las plantaciones –es la lógica de la propuesta– pues permítase que los adjudicatarios de baldíos los enajenen o aporten para generar explotaciones de mayor tamaño.
La Corte Constitucional –Sent. C-644/12– declaró, por una mayoría precaria, inexequibles las disposiciones pertinentes. Según puede leerse en el comunicado correspondiente, la decisión se adoptó teniendo en cuenta el artículo 64 de la Carta: “Es deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, en forma individual o asociativa…”. Según la sentencia, cualquier retroceso en ese campo es “regresivo” y, por ende, inadmisible desde la óptica constitucional.
Creo equivocada esta determinación: 1) Para acertar en sus fallos la Corte no puede limitarse a “leer” los textos de la Constitución; es preciso que tenga también en cuenta el contexto en el que ellos se aplican, ejercicio que, en ese caso, me parece que no realizó; 2) Aun bajo una lectura literal de la norma superior ha debido dejar vigente la posibilidad de aportes de tierras a proyectos asociativos; 3) Los campesinos a los que, en teoría, quiso ayudar, en especial los que son propietarios de baldíos que tienen vocación para el cultivo de soya y maíz, han perdido una oportunidad preciosa para mejorar su condición. 4) El criterio de “progresividad social”, que en distintos ámbitos la Corte ha empleado, aunque deseable como anhelo, no siempre es practicable. Si la Corte Constitucional de España, por ejemplo, lo profesara, no podría su gobierno adoptar políticas de austeridad para salir de la grave crisis en la que se encuentra.
Opina, Comenta