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Actualizado hace 3 hours | ISSN: 2805-6396

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Et cetera / Cultura y Derecho


La pesca de tontos

25 de Noviembre de 2015

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Andrés Mejía Vergnaud

andresmejiav@gmail.com / @AndresMejiaV

 

 

A la ciencia económica se le ha criticado por la forma como construyó sus principales teorías. Ellas, dice la crítica, lejos de ser una representación de lo que sucede en el mundo real, son meros esquemas formales derivados de suposiciones sobre la realidad, de presunciones sobre la manera como los individuos nos comportamos y tomamos decisiones. Y de ahí, de esos supuestos, se derivan preposiciones casi a la manera de la geometría o de cualquier otra disciplina axiomática. Así no procede la verdadera ciencia empírica, dice la crítica, pues ella se construye a partir de observaciones.

 

En esta perspectiva hay algo de razón, pero también algo de exageración. Hay exageración, por cuanto la Economía sí ha buscado incorporar métodos de verificación empírica. Pero hay razón, en cuanto tal vez ese recurso de construir modelos sobre supuestos sea ya insostenible, sobre todo cuando las ciencias que estudian empíricamente la decisión humana avanzan cada vez más. Por esto último, en las décadas venideras veremos a la ciencia económica incorporar descubrimientos de la neurología, la ciencia cognitiva y la sicología. Esto último, precisamente, es lo que se ha hecho en una disciplina que personalmente encuentro fascinante: la economía comportamental (behavioral economics).

 

Ya en esta columna he tenido la oportunidad de comentar algunos avances de esta disciplina, y de reseñar algunos de sus autores, como Daniel Kahneman.

 

Y hemos hablado también de Robert Shiller, quien ganó el Premio Nobel de Economía en el 2013 (compartido con Eugene Fama y Lars Peter Hansen). De él he comentado su excelente obra Exuberancia irracional, en la cual muestra cómo, en los mercados de capitales, los miedos, las modas, el furor y el espíritu de manada priman sobre el análisis racional.

 

Recomiendo hoy otro libro de Shiller, de reciente aparición, y escrito junto con George Akerlof, quien ganó el Nobel en el 2002 (junto con Joseph Stiglitz y Michael Spence). La obra, todavía no publicada en español hasta donde sé, se titula Phishing for phools (juego de palabras a partir de la frase “Fishing for Fools”, que significa “pesca de tontos”). La palabra “phishing” hace referencia a las técnicas de engaño que los estafadores cibernéticos usan en internet.

 

El argumento del libro puede sintetizarse así: quienes ponen excesiva fe en los mercados libres proceden a partir de una premisa: que en cada transacción, las partes están en condiciones de evaluar racionalmente sus alternativas y, por tanto, nadie se involucra en una transacción a menos que le convenga, y así lo haya concluido. Shiller y Akerlof utilizan numerosos ejemplos de la vida real para mostrar cómo, en muchísimos casos, una de las partes es llevada por la otra a tomar una decisión que no necesariamente le conviene, mediante mecanismos sutiles de seducción. Muchos de estos mecanismos se han vuelto práctica estándar en el mercadeo, y mediante ellos se explotan las debilidades y los sesgos de la mente humana para inducir una decisión que de otra manera no se habría tomado.

 

Los autores no podrían estar mejor calificados para este análisis. Ya hemos hablado de Shiller, pero basta mencionar la investigación que hace varias décadas hizo famoso a Akerlof: su trabajo sobre el mercado de “lemons”, nombre que se da a los carros usados que se venden en el mercado informal, y cuyo verdadero estado es un misterio para la parte compradora.

 

El libro es fascinante, aunque a mi modo de ver incurre en un exceso: aun cuando los autores no presentan un catálogo detallado de recomendaciones, sí es claro que abogan por una regulación más estricta del comercio y mercadeo de todo tipo de bienes. Ello puede ser bienvenido en muchos casos, pero creo que los autores (y en ello pesa sobre todo Shiller) exageran al caracterizar como engaño asuntos que son propios de la experiencia de consumo, y que el propio consumidor quiere vivir. Si nos dejásemos guiar por la desconfianza de Shiller, los productos en el comercio se anunciarían con una suerte de ficha técnica, tal vez sus empaques no tendrían diseño, y es probable que la ubicación de los locales comerciales obedeciera también a una regulación. El propio Shiller confiesa que quiso incluir dentro de su crítica a las películas de acción, pues ellas tienen una secuencia de intensidad variable que sirve para capturar al lector y mantenerlo frente a la pantalla dos horas. Pero lo mismo, a su manera, hacen los clásicos de la literatura. El enfoque de Shiller, llevado al extremo al que él mismo a veces lo lleva, produciría un mundo gris, sin atractivo alguno. 

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