Columnistas
La función judicial del Congreso colombiano de 1825
17 de Octubre de 2012
Orlando Muñoz Neira Abogado admitido en la barra de abogados de Nueva York
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Con frecuencia se escuchan críticas dirigidas al desempeño que el Congreso de Colombia tiene en el ejercicio de sus funciones judiciales. Se afirma, por ejemplo, que la única vez que allí salió una sanción en contra de alguno de los altos funcionarios sometidos a su jurisdicción, tuvo lugar cuando el expresidente Gustavo Rojas Pinilla fue declarado indigno por mala conducta en el ejercicio de la dignidad presidencial.
Sin embargo, si miramos ese mismo desempeño recién lograda la Independencia de España, nos encontraremos con un caso curioso y olvidado en el cual el Congreso de la naciente Colombia (o Gran Colombia como entonces se llamaba en unión con los actuales territorios de Venezuela, Panamá y Ecuador) impuso una sanción efectiva a uno de los entonces aforados constitucionales.
Tuvo lugar a propósito de la revisión que hizo nuestra Alta Corte de Justicia, el 11 de noviembre de 1824, de una condena a muerte ordenada por un Consejo de Guerra contra el coronel Leonardo Infante por el homicidio de un teniente, ultimado el 23 de julio de ese mismo año. La mayoría de ministros de la Corte decidió confirmar la condena; sin embargo, el presidente de la Corte, Miguel Peña, no solo salvó su voto, sino que se negó a firmar la sentencia. El asunto no hubiera pasado a mayores si no hubiera sido porque los demás integrantes de la Corte consideraron que, sin la firma del ministro disidente, la sentencia no podía ejecutarse.
Una desavenencia de ese tipo, que hoy seguramente se hubiera solventado con una simple constancia, enredó el cumplimiento de la decisión judicial. La Corte emitió varios acuerdos en los que solicitaba al ministro Peña firmar la sentencia, pero este redactó sendas respuestas negándose
a ello. No valió siquiera una resolución firmada por el encargado del Poder Ejecutivo de ese entonces, el vicepresidente Francisco de Paula Santander, quien le dio la razón a la mayoría de la Corte, bajo el argumento de que un ministro (nombre que entonces tenían los magistrados) no podía negarse a firmar una sentencia porque entonces cualquiera de ellos, con tal actitud, entorpecería el normal desarrollo de la justicia.
La Corte no tuvo otra opción que denunciar el hecho ante la Cámara de Representantes, la cual, luego de instruir el asunto, acusó al ministro Peña ante el Senado, y este, en sentencia del 21 de marzo de 1825 declaró al disidente ministro “culpable de una conducta manifiestamente contraria a los deberes de su empleo” y lo condenó, en consecuencia, a la suspensión del empleo por el término de un año. Esta sanción, impuesta en un tiempo récord en momentos bien complicados en la historia política colombiana, le permitió a la Alta Corte dictar una nueva resolución en la que señaló que la suspensión implicaba que el discrepante ministro estaba ausente, y que ante su ausencia ya no era necesaria su firma. El 26 de marzo de 1825 la sentencia fue cumplida en la Plaza Mayor de Bogotá.
Las decisiones relativas a este caso fueron publicadas 68 años después en la Revista de Legislación y Jurisprudencia que a finales del siglo pasado editó el jurista colombiano Manuel J. Angarita. Hoy, cuando se buscan mecanismos y opciones para mejorar el desempeño de las funciones judiciales a cargo del Congreso, bien vale la pena dar un vistazo a este ejemplo de nuestra historia: en medio de nuestro complicado amanecer republicano, las incipientes instituciones hicieron valer el imperio de la ley por encima del capricho particular.
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