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Estatuto Anticorrupción: una medida necesaria, pero con disposiciones inconvenientes
20 de Septiembre de 2011
Mauricio Rosillo Rojas Director de la Especialización en Derecho del Mercado de Capitales, PUJ
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Es evidente que uno de los principales flagelos que históricamente ha afectado a los colombianos es la corrupción. Cada vez que se avecina un proceso electoral, se vuelve a hablar intensamente del tema y se formulan muchas propuestas, sin que veamos que se pongan en práctica o que solucionen el problema.
Recientemente, se expidió la Ley 1474 del 2011, conocida como el Estatuto Anticorrupción. No cabe duda de que esta ley trae asuntos positivos e incorpora herramientas para prevenir y atacar la corrupción. Por ejemplo, se tipifica una serie de delitos no solamente para el sector público, sino para el sector privado, como la estafa sobre recursos públicos y en el sistema de seguridad social, la corrupción privada y la administración desleal. Así mismo, se incrementan las penas en delitos como el uso de información privilegiada y la evasión fiscal, se incrementan las prescripciones y se excluye de los subrogados penales a los que incurrieron en delitos contra la administración pública relacionados con la corrupción.
Se impone a los revisores fiscales la obligación de denunciar o poner en conocimiento de la autoridad disciplinaria o fiscal correspondiente los actos de corrupción que hayan encontrado en el ejercicio de su cargo, sin que puedan argumentar el secreto profesional.
También se crean varias comisiones, como la Comisión Nacional para la Moralización, las comisiones regionales de moralización y la Comisión Nacional Ciudadana para la Lucha contra la Corrupción, que tienen funciones orientadas a prevenir, denunciar y atacar la corrupción en los diferentes planos.
Sin embargo, hay asuntos en el Estatuto Anticorrupción que dejan un sinsabor o que deben abordarse más profundamente.
Por ejemplo, establece el estatuto una inhabilidad para contratar con el Estado para las personas cuyos aportes a campañas políticas a la Presidencia, a las gobernaciones y a las alcaldías sean superiores al 2,5% de las sumas máximas por invertir, teniendo en cuenta los topes legales. Hasta ahí resulta razonable el planteamiento de la ley. Sin embargo, no se dice nada de las campañas políticas al Congreso. ¡Curiosa omisión!
Por otro lado, se cambia la inhabilidad que tenían los servidores públicos una vez dejaban de serlo. Hoy una persona que se retira del servicio público no podrá, por el término de dos años, prestar, a título personal o por interpuesta persona, servicios de asistencia, representación o asesoría en asuntos relacionados con las funciones propias del cargo o permitir que ello ocurra con respecto del organismo, entidad o corporación en la cual prestó sus servicios. Tampoco podrá prestar servicios de asistencia, representación o asesoría a quienes estuvieron sujetos a la inspección, vigilancia, control o regulación de la entidad, corporación u organismos a los que se haya estado vinculado.
Y si el servidor conoció de un asunto en forma concreta, la inhabilidad será indefinida en el tiempo respecto a ese asunto.
Esta disposición resulta muy peligrosa, porque no ataca el problema de fondo y genera efectos colaterales muy dañinos para la sociedad. En efecto, esta inhabilidad desincentiva totalmente a los buenos talentos a vincularse al sector público, pues en la práctica implica que una vez se retiren del Estado, no podrán trabajar durante dos años en los temas que conocen. Es por esta razón que una medida como esta puede condenar a la administración pública a llenarse de profesionales y personas mediocres. No en vano, antes de la entrada en vigencia de la ley hubo “desbandada” en varias entidades públicas de funcionarios capaces que no estaban dispuestos a hacer este sacrificio. Seguramente los corruptos no tendrán inconveniente con una medida de estas, porque la inhabilidad de uno o dos años les es indiferente. Y surge otra pregunta en esta cuestión: ¿en dónde queda entonces el derecho al trabajo?
La ley es sin duda un buen instrumento que hay que utilizar con criterio, objetividad y justicia, aunque no soluciona todos los problemas y sí genera otros. Pero más importante aún va a ser la aplicación de la ley, para que se logre efectivamente castigar a los corruptos con toda la rigurosidad y no a los pobres “chivos expiatorios” que, como ha ocurrido en varias ocasiones, son los que terminan siendo sancionados y estigmatizados, dejando a los “peces gordos” extender sus prácticas y enriquecer sus arcas a costa de todos nosotros.
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