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Columnistas


En pro de un mejor Congreso

06 de Agosto de 2012

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Jorge Humberto Botero

Jorge Humberto Botero

Abogado y exministro de Comercio, Industria y Turismo

 

 

 

Escribo bajo la desazón profunda que deriva de la fallida reforma de la justicia, una conjura de la cúpula del poder estatal contra la Constitución y los principios elementales de decencia política, que no se materializó gracias a la movilización ciudadana gestada por los medios de comunicación. En parte llegamos al borde del abismo institucional porque los congresistas, al ser tantos, no son visibles, y porque la institución como tal adolece de problemas de representatividad que derivan de la forma de su elección.

 

Tenemos 102 senadores. 100 de ellos elegidos en circunscripción nacional, los dos restantes en circunscripciones indígenas. La Cámara tiene, en la actualidad, 166 representantes, cifra que resulta de asignar dos representantes a cada departamento y al Distrito Capital, más uno adicional en función del número de sus habitantes; y adjudicar cinco escaños a las minorías étnicas y políticas y a los residentes en el exterior. ¿Convendría tener menos parlamentarios? ¿Podríamos mejorar las reglas para su elección? Respondo afirmativamente ambas cuestiones.

 

Propongo un Senado de 80 miembros y una Cámara de 100. 60 senadores serían elegidos por el voto ciudadano en circunscripción nacional. Los 20 escaños restantes se adjudicarían a los expresidentes, a los candidatos presidenciales que ocupen el segundo lugar en los comicios, y a ciertas organizaciones de la sociedad civil. 66 de los representantes a la Cámara serían elegidos en las circunscripciones departamentales y en la de Bogotá, a razón de dos por cada una de ellas. Los restantes 34 en la circunscripción nacional.

 

Esta propuesta da mayor peso a la circunscripción nacional; elimina las especiales (comunidades indígenas y negras, residentes en el exterior, minorías políticas); y asigna un número limitado de escaños en el Senado por medios distintos al sufragio universal. Para justificar esta iniciativa expongo las siguientes razones:

 

El criterio básico, aunque no exclusivo, que debe ser tenido en cuenta para establecer la representación popular es el de ciudadanía; es decir, que para estos fines no importaría dónde voten los colombianos: en el territorio nacional o fuera de este, o en cualquiera de sus divisiones territoriales. No obstante, se mantendría el criterio, de honda raigambre histórica, consistente en que estas parcelas administrativas internas incidan para la integración de la Cámara.

 

La extensión parcial de la circunscripción nacional, que se utiliza desde 1991 para elegir el Senado y a la Cámara de Representantes, ampliaría la posibilidad de que todos los sectores minoritarios de la sociedad, tanto étnicos como políticos, busquen presencia en el Congreso sin intervención alguna del Gobierno.

 

La eliminación de las circunscripciones étnicas proviene de un argumento fundamental: la identidad racial no puede ser establecida mediante criterios objetivos y, si ellos existieran, son accesorios frente a la universal condición humana. Utilizar la raza como criterio de diferenciación política implica ignorar que hacerlo condujo, en el siglo XX, a crímenes contra la humanidad de magnitudes horripilantes, los cuales siguen sucediendo en muchas regiones de África. Las desventajas de este modo de proceder no desaparecen, a mi juicio, porque se trate de promover ciertas etnias, no de perseguirlas.

 

La representación política basada en diferencias raciales –contraproducente como es– solo puede funcionar bajo el supuesto de la pureza racial, la cual suele darse en el caso de las comunidades indígenas, dados sus patrones de reproducción endogámicos. Pero es imposible implementarla en el caso de las negras cuyo grado de mestizaje es elevado. Bajo las reglas actuales, el Gobierno tiene que designar, con criterios muy discutibles, a quienes pueden ser elegidos, lo cual conduce a que su representatividad sea muy cuestionada.

 

De otro lado, es evidente que en el mundo de hoy existe una vigorosa sociedad civil que actúa al lado, y a veces en contraposición, de la sociedad política. En ese ámbito participan las organizaciones sindicales y empresariales con gran peso específico en los procesos que anteceden a la toma de decisiones por parte de las diferentes instancias del Estado. En audiencias en el Congreso de la República, en la preparación del Plan Nacional de Desarrollo, en la definición del salario mínimo, y en las consultas antecedentes a la suscripción de tratados de comercio e inversión, para mencionar algunas de ellas.

 

Existen muchas otras organizaciones de la sociedad civil cuya importancia es incuestionable; por ejemplo, las que velan por la preservación del medio ambiente, los derechos humanos, la igualdad de géneros, la libertad de prensa. Fortalecer, como lo propongo, la participación de los organismos de la sociedad civil en el debate público, dándoles representación en el Senado, me parece una opción que merece consideración detenida.

 

Por último, la riqueza de la democracia política en parte depende de una interacción virtuosa entre Gobierno y oposición. Entiendo por tal aquella que se da a partir de un sólido acuerdo sobre las reglas del juego, que se materializa en debates razonables si se cuenta con canales adecuados que permitan, a quienes no gobiernan, influir en la agenda nacional. Dar asiento en el Senado a los expresidentes y a los candidatos presidenciales que hayan obtenido el segundo lugar en los comicios, podría enriquecer el diálogo democrático.

 

Por supuesto, todo lo anterior es discutible. Pero algo hay que hacer para que tengamos un mejor Congreso.

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