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Actualizado hace 7 hours | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


El precio de la ineficiencia estatal

29 de Junio de 2011

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Orlando Muñoz Neira*

Abogado admitido en la Barra de Abogados de Nueva York

omunoz59@hotmail.com

 

 

Es un comentario popular que cuando la ley establece términos para el adelanto de las actuaciones que se surten ante las autoridades estatales, ellos resultan ser estrictamente obligatorios para los peticionarios particulares, pero no para los servidores públicos encargados de acatarlos. Y aunque en el caso de estos últimos la ley disciplinaria pende como una espada de Damocles frente a los retrasos, la verdad es que ni las sanciones disciplinarias logran resarcir el tiempo perdido. La mora visible en múltiples trámites se ha convertido, en la práctica, en una cultura funesta y endémica que le resta legitimidad al Estado y que frustra constantemente a sus coasociados.

 

A la hora de estudiar las causas de los retrasos, las explicaciones son de diverso pelambre: la primera y más oída es la de falta de recursos y de personal. Es virtualmente imposible encontrar un despacho oficial en el cual sus empleados no consideren que con más compañeros de trabajo sus resultados serían más expeditos. En cuanto a recursos se refiere, se le achaca también a la carencia de las herramientas de transporte, comunicaciones y tecnología el origen de tanta tardanza. A la ley y hasta a la jurisprudencia también se le catalogan como fuente de retardos: si aquella establece demasiados papeleos, y la interpretación termina por convertirlos en un laberinto, los plazos consagrados en las normas jurídicas pueden seguir siendo letra muerta.

 

Aún con este panorama, es curioso ver cómo algunas oficinas estatales, en medio de todas las dificultades, se encuentran al día. ¿Por qué entonces, en igualdad de condiciones, unos despachos se retrasan y otros no? ¿Qué han hecho los puntuales que no hayan ensayado los rezagados? ¿Es la voluntad o el tesón de un servidor público lo que hace la diferencia? Al respecto, si bien no hay una respuesta única, es bueno sondear una serie de herramientas que pueden contribuir a que los términos legales no sean un rey de burlas.

 

El primer compromiso debe surgir de la cabeza de cada oficina, por pequeña que ella sea.  Se trata de que esa cabeza entienda que el tiempo es un recurso valioso: pero no solo el suyo, sino sobre todo el de sus subalternos, el cual también merece respeto. La falta de un plan de trabajo definido y realizable desde arriba, la asignación de múltiples tareas sin orden, la solicitud de información redundante o de poca utilidad, el inmiscuir al personal en un sinfín de reuniones innecesarias, o peor aún, la carencia de moderación y control de las que resulten indispensables es una bestia que devora las horas más preciosas del día. No pocos son los funcionarios que a la única hora que pueden pensar es justamente aquella en la que el color de la luna empieza a hacer su aparición.

 

En segundo lugar, la misma gerencia de cada institución debe entender que, por naturaleza, las entidades estatales tienen recursos limitados, y que aún sin corrupción se puede hacer un uso inadecuado de ellos. Entre la compra excesiva de vehículos, la construcción de obras suntuosas o la adquisición de costosas esculturas, como una posibilidad, y la dotación de equipos de tecnología y comunicaciones, como otra opción, esta última dará mejores dividendos a la hora de cumplir las metas de la entidad en el tiempo esperado.

 

En tercer lugar, es preciso que al lado de una selección rigurosa del personal, sin ponerle trabas a la escogencia por méritos no de recomendados sino de funcionarios comprometidos con su deber, la capacitación de estos se dirija, justamente, a mejorar su desempeño laboral.  Un control estricto de indicadores y de metas permitirá igualmente detallar aquellos nubarrones cuya desidia es fuente de morosidad. El control, en este sentido, no debe ser ni formal ni acosador: cargar al de por sí atareado funcionario con responder los caprichos que a los múltiples controladores se les antoje no beneficia por ninguna parte la eficiencia del aparato estatal.

 

De otro lado, casi siempre los traslados inconsultos de personal dan lugar a trastornos serios en la administración, que puede durar meses en restablecer su ritmo normal. Debiera castigarse a aquellos que por el mero prurito de mostrar “su poder” trasladan a empleados de un lugar a otro, como cambiar de camisa.

 

Son estas medidas que los superiores de las distintas oficinas estatales pueden aplicar sin necesidad de que la quimera de contar con más empleados o con leyes menos complejas siga siendo la excusa para la morosidad estatal, que es tal vez el peor cáncer que le impide a esta nación crecer en un cultura donde el ejemplo de la eficiencia debiera venir del Estado mismo. De aquí a que las leyes pongan menos trámites o a que la asignación presupuestal de la entidad sea lo suficientemente generosa para doblar o triplicar el número de empleados hay un trecho que tal vez nunca nuestros ojos alcancen a ver.

 

*Las opiniones de esta columna son exclusivas del autor y no representan la postura de ninguna institución.

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