Especiales / Obras del Pensamiento Político
El juicio a las revoluciones: Tocqueville y Burke
02 de Mayo de 2014
Andrés Mejía Vergnaud
Twitter: @AndresMejiaV
A partir de 1642, año en que estalló la primera de las guerras civiles inglesas, el mundo occidental vivió la efervescencia de la revolución. Tres terremotos sacudirían los cimientos del mundo político, constituidos por un orden social que hundía sus raíces en el feudalismo medieval, y un orden político fundado en el derecho divino de los reyes. En 1688 llegó a su fin la era revolucionaria en Inglaterra, con un nuevo orden en el cual el rey tendría que compartir el poder con una institución representativa (el parlamento), y en el cual los derechos individuales estarían consagrados en la ley. En 1776 se proclamó la independencia de EE UU y este fue un hecho aún más revolucionario, pues, a diferencia de lo ocurrido en Inglaterra, se prescindió completamente de la monarquía: junto con los derechos individuales, se erigió una constitución democrática. Luego estallaría en 1789 el más dramático de los tres sucesos referidos: la Revolución Francesa. Decimos el más dramático por cuanto la monarquía de Francia, en su esplendor no tan remoto, simbolizaba por excelencia el poder de los reyes. Y dramático fue además su desenlace: la Revolución degeneró en el llamado “Régimen del Terror”, durante el cual, en menos de un año, fueron ejecutadas más de 50.000 personas, muchas de ellas mediante la guillotina. Pocos años después vendría esa paradoja conceptual llamada Napoleón: un caudillo, proclamado luego emperador, que en nombre de la libertad conquista por la fuerza a media Europa.
Ese último caso, el de Francia, fue particularmente impactante para la conciencia occidental. En política, dio lugar a una fuerte reacción conservadora, capitaneada por las monarquías europeas que temían la expansión del nuevo ideario. Y capitaneada por una Inglaterra que, habiendo resuelto el problema de un modo un tanto diferente, se sentía con la autoridad moral para condenar los excesos de Francia, y ofrecía su considerable poder militar para detener el incendio revolucionario. Esto porque, sobre todo, perfilándose ya como la principal potencia occidental, no toleraría ese tipo de desórdenes ni desafíos.
Vendría también otro tipo de reacción, en el ámbito de las ideas. Si los últimos 200 años habían visto el esplendor de la filosofía liberal y democrática, y habían presenciado la obra de Locke, de Kant, de Rousseau y de otros, los sucesos de la Revolución Francesa darían lugar a que, por primera vez, se cuestionara de modo serio el alcance de las revoluciones, y que tal cosa se hiciera, no desde la simple añoranza del orden antiguo y la invocación de sus fundamentos (como hicieron algunos apologistas conservadores), sino que se hiciera desde una perspectiva filosófica donde todos esos fundamentos están abiertos a examen crítico, pero también lo están los de la democracia. Asistiríamos, entonces, a un juicio filosófico a las revoluciones, presidido por Alexis de Tocqueville y Edmund Burke.
De un error fáctico, una gran reflexión
En Tocqueville tenemos no solamente un gran filósofo, sino un gran historiador. Nació en París en 1805, es decir, durante el periodo napoleónico. Su familia afirmaba provenir de la nobleza normanda medieval. Su posición social era bastante cómoda, aunque durante el régimen del terror su familia fue perseguida y varios de sus parientes fueron ejecutados. Tocqueville estudió Derecho, y se dedicó con éxito al servicio público. Además de la obra que comentaremos, es de especial interés su investigación El antiguo régimen y la revolución (1856; hay una excelente edición del Fondo de Cultura Económica en su colección 70 años). Se trata de un minucioso trabajo de historia en el cual analiza de manera crítica las principales creencias que existen sobre la revolución y su origen, apoyándose de modo sistemático en evidencia documental.
Pero ha sido sobre todo conocido por la extensa obra La democracia en América (1835). Esta tiene una bella historia. En 1830, Tocqueville y su amigo Gustave de Beaumont fueron comisionados para viajar a EE UU y estudiar el sistema penitenciario de dicho país. Estando allí, Tocqueville realizó observaciones sobre el entorno, el modo de vida y el orden político. Y allí, entre dichas reflexiones, Tocqueville expuso su teoría sobre lo que él consideraba el gran peligro de las revoluciones democráticas, a saber, que por su origen popular, y por su uso del método electoral, se presumiera que ellas no necesitan poner límites a la autoridad. Tocqueville, es importante notar, no es un conservador recalcitrante, y por el contrario parte de una premisa liberal: la de que el poder debe ser sujeto a limitaciones, siempre y en todos los casos, pues de lo contrario el abuso es inevitable. Y no veía ninguna razón para eximir al poder democrático de este requerimiento. Por el contrario, le asaltaba el temor de que la presunta superioridad moral de la democracia fuese excusa para no limitar su poder. El poder monárquico, en su concepto, era básicamente una fuerza física y material. Pero la democracia era una fuerza moral, y por ello es mayor el riesgo de que se considere improcedente su limitación.
Curiosamente, estas importantes reflexiones nacen de un error. La interpretación que hace Tocqueville del sistema político norteamericano distaba bastante de la realidad, tanto de la realidad constitucional como de la práctica. Tocqueville veía en el régimen norteamericano la fuerza inatajable de una voluntad popular sin frenos. Desestimó, o no quiso ver, la manera como los límites constitucionales de diversa índole han atajado y limitado el poder. De hecho, yendo a detalles más específicos, los análisis contemporáneos han mostrado numerosos errores fácticos en la descripción que esta obra hace de EE UU y su gobierno. Paradójicamente, de un error fáctico obtuvimos unas reflexiones que son sin embargo valederas para la deliberación filosófica.
El liberalismo con tono conservador
En Inglaterra, podría considerarse que la contraparte de Tocqueville es Edmund Burke, aunque esto sería cierto solo de manera parcial. No coincidieron en vida (Burke nació en 1729 y murió en 1797), pero ambos expresaron el tipo de escepticismo ante las revoluciones que ya hemos descrito.
Nacido en Irlanda, autor de importantes obras de política y de estética, Burke se dedicó casi toda su vida a la política, y fue un importante parlamentario del partido Whig, que representaba las ideas liberales. Desde su posición parlamentaria atacó con la mayor dureza a la Revolución Francesa, y dedicó una obra a compararla desfavorablemente con la evolución política de Inglaterra. La obra, titulada Reflexiones sobre la Revolución Francesa (1790), sostiene principalmente la siguiente tesis: el gran error de la Revolución Francesa consiste en haber querido desconocer toda tradición anterior, toda herencia del pasado, toda enseñanza y linaje provenientes de la antigüedad. Ahora bien: recordemos que Burke era un político liberal; no se opone al cambio, pero considera que este debe hacerse de manera equilibrada, dentro de un marco en el cual no se ignore lo que la historia trae consigo. Burke rechaza el proyecto revolucionario de querer borrar todo lo existente para construir lo nuevo en una especie de tábula rasa. Ofrece como ejemplo la experiencia inglesa, a la cual interpreta como una experiencia de cambios en los cuales la tradición “proporciona un principio seguro de conservación”. Burke aboga por un enfoque más gradual del cambio, y presagia para Francia los mayores desastres por cuenta de lo que, en su opinión, es ese ímpetu de echar por tierra todo lo existente. Burke es un poco hiperbólico en sus expresiones sobre Francia, y bastante artificioso en su valoración de la historia inglesa: no en vano, el orden político inglés no llegó mediante una sutil y gradual evolución, sino luego de cuatro décadas de horrendas guerras civiles. Y si hubiese tenido oportunidad de leer El antiguo régimen y la Revolución de Tocqueville, habría tenido que revaluar su idea de que la Revolución derrumbó todo lo anterior para instaurar todo lo nuevo.
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Nuestro camino nos llevará en la próxima entrega a 1848: visitaremos allí a la obra Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels.
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