Columnistas
Despotismo no ilustrado
Por lo general, el trámite de estas reformas está antecedido de negociaciones y componendas políticas, en las que gravitan torcidos intereses personales.
09 de Julio de 2012
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Francisco Reyes Villamizar Miembro de la Academia Internacional de Derecho Comercial francisco.reyes@law.lsu.edu
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Con 380 artículos permanentes y 61 transitorios, la Carta Política colombiana podría ganarse un récord Guiness. También los de Ripley, especializados en acontecimientos estrambóticos, estarían interesados en el hecho de que con apenas veinte años de vigencia, esta Constitución ha sido reformada cerca de treinta veces, recibiendo las más variopintas modificaciones: el cambio de nombre de la ciudad capital, el otorgamiento de ventajas laborales a los diputados departamentales, el restablecimiento de la extradición, la reelección presidencial y la nefasta reforma a la justicia, hundida hace apenas unos días, para mencionar tan solo las más sonadas.
Se trata, como dicen los entendidos, de una Constitución abierta, en la que pueden introducirse cambios fácilmente. El artículo 374 determina que las reformas pueden llevarse a cabo bien por el Congreso, por una Asamblea Constituyente o por el pueblo, mediante referendo. Aunque todo parece muy democrático, lo cierto es que es muy poco lo que la ciudadanía –el pueblo como lo señala demagógicamente el artículo–, ha aportado a todos estos procesos de tránsito constitucional. Por lo general, el trámite de estas reformas está antecedido de negociaciones y componendas políticas, en las que gravitan torcidos intereses personales. Así, los resultados no pueden ser muy halagüeños. En lugar de ser medios para el afianzamiento de la democracia, estas reformas alejan cada vez más a los ciudadanos de los centros de decisión política y fortalecen la autarquía en todos los niveles de la administración.
Un solo ejemplo basta. Se cumplen ahora diez años del Acto Legislativo 2 del 2002, por medio del cual, luego de la consabida negociación con los caciques regionales, se amplió innecesariamente el periodo de gobernadores y alcaldes a cuatro años. Los resultados están a la vista: la extensión del periodo ha aumentado también exponencialmente la arrogancia y el poder omnímodo de los gobernantes regionales.
En el caso de Bogotá la situación no puede ser más elocuente. Los últimos tres alcaldes (y la alcaldesa encargada) han convertido a la administración distrital en un despótico fortín burocrático alejado de las aspiraciones y necesidades más apremiantes de los ciudadanos. En la capital se hace literalmente lo que le venga en gana al Alcalde Mayor, independientemente de las consecuencias que sus actos tengan sobre el futuro de la sociedad o los intereses de sus habitantes.
Reavalúos catastrales exorbitantes, impuestos de valorización sin contraprestación clara para los contribuyentes, obras públicas innecesarias, cierre indefinido de vías cruciales para el tránsito, parálisis de construcciones privadas y desvío de recursos públicos son clara muestra de ello. Desde luego que todo ello está acompañado de la mayor incompetencia, desgreño e improvisación. La construcción de un andén tarda todo el periodo del gobernante.
Y no hay nada más antidemocrático que la forma en que se viene administrando la medida del “pico y placa”. Quien ocupa el cargo de Alcalde Mayor, de la manera más arbitraria, varía periódicamente las condiciones en que este mecanismo habrá de aplicarse. De esta forma, muchos ciudadanos deben ajustar su vida diaria al capricho de un funcionario, que parece estar revestido de poderes omnímodos para decidir sobre todo lo que ocurre en su territorio y aun sobre la vigencia del principio constitucional que ampara la propiedad privada.
Lo peor de todo es que los mecanismos de control ciudadano que se prevén en la Constitución carecen por completo de eficacia. El artículo 40 de la Carta establece que todo ciudadano tiene derecho a participar en procesos para “revocar el mandato de los elegidos”. Sin embargo, a pesar de todas las desviaciones de poder antes mencionadas, durante la vigencia de la Constitución del 91, jamás ha prosperado ni prosperará la revocatoria del mandato de un gobernante regional. Eso explica que, lamentablemente, un alcalde elegido con votos equivalentes al diez por ciento de los habitantes pueda ejercer su férula autocrática durante cuatro años. A menos que el Procurador lo destituya.
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