Columnistas
Despotismo no ilustrado
Es claro que sin un litigio efectivo y vigoroso no puede desarrollarse el sistema jurídico ni construirse una economía de mercado.
04 de Septiembre de 2012
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Francisco Reyes Villamizar Miembro de la Academia Internacional de Derecho Comercial francisco.reyes@law.lsu.edu
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Ha hecho carrera entre nosotros el proverbio facilista según el cual, “más vale un mal arreglo que un buen pleito”. No es difícil entender por qué este enorme y grotesco cliché se ha convertido en el lema del sistema jurídico colombiano.
Pero, las consecuencias de esta filosofía no pueden ser más nocivas. Si se revisa la frase con algún cuidado, las conclusiones fluyen con facilidad: entre nosotros no se puede confiar en la justicia. Los ciudadanos hacen bien en no acudir a la jurisdicción. Es mejor renunciar a pretensiones ciertas ante resultados inciertos. Es preferible acudir a soluciones alternativas, hacer arreglos ruinosos o renunciar a derechos adquiridos, para no incurrir en el costo de oportunidad de un prolongado y ruinoso proceso judicial.
Y hay cierta sabiduría popular en todo esto. El proverbio coincide con las mediciones empíricas que se hacen sobre el funcionamiento del aparato judicial colombiano. Colombia no ha logrado superar en esta materia el puesto 150 entre 180 países que el Banco Mundial mide anualmente en su índice sobre el clima de negocios (doing business). Las estadísticas, en las que Colombia aparece al lado de países del África subsahariana, muestran cómo es de demorado, costoso y poco confiable acudir aquí a la jurisdicción ordinaria en demanda de un fallo definitivo.
Como si lo anterior fuera poco, las nuevas reglas procesales, defendidas a ultranza por una parte del gremio litigante interesado en mantener el status quo, tampoco contribuyen en gran medida a que la precaria situación de la justicia civil mejore. Todo proceso judicial es un entuerto kafkiano y descomunal en el que el más habilidoso siempre gana. Cada instancia se sujeta a insólitos formalismos, prolongadas notificaciones, recursos de toda clase y anacrónicas formalidades burocráticas. A lo anterior se suma la creciente politización de las altas esferas de la judicatura, con conspicuos ejemplos de protagonismo personal que muy poco bien le hacen al sistema. En este sombrío panorama es muy poco lo que cabe esperar de nuestra jurisdicción en el futuro próximo.
Por ello muchas de las instituciones del Derecho Privado colombiano, sobre las que se basa buena parte del sistema económico, se resuelven por fuera de las instancias judiciales, mediante incentivos de reputación dentro de lo que los economistas llaman, “operaciones de juego continuado”. Es decir, que a todo jugador le conviene, en la práctica, cumplir sus obligaciones contractuales, aunque no exista sanción judicial por su inobservancia. Solo de esta forma podrá seguir “jugando” en el futuro próximo con los mismos participantes del mercado. Quien haga trampa en el juego (incumpla lo prometido) será sancionado en las próximas jugadas por sus contrapartes. Esta sencilla teoría económica explica por qué es factible desarrollar negocios aun en países donde no existe una infraestructura institucional sólida.
Pero es claro que sin un litigio efectivo y vigoroso no puede desarrollarse el sistema jurídico ni construirse una economía de mercado. Sin controversias sometidas a análisis y pronunciamientos judiciales es imposible desarrollar precedentes ejemplarizantes, que demuestren que quien incumpla será sancionado y que el Estado estará siempre del lado de quienes actúen dentro de la ley. Así, las normas sustantivas podrán ser virtuosas y modernas, pero no tendrán mayor impacto en la actividad económica o social de un país.
Por fortuna, el sistema colombiano también ha avanzado en remedios jurisdiccionales alternativos que ofrecen atractivas posibilidades de litigio por fuera del ámbito judicial. Así, por ejemplo, varias normas establecen procedimientos jurisdiccionales ante autoridades administrativas en materia de insolvencia, competencia desleal y régimen de sociedades. En estos asuntos son cada vez más expertas y rápidas las superintendencias de Sociedades, Financiera y de Industria y Comercio. Por medio de procesos sumarios, administrados por funcionarios especializados, se logra una resolución expedita de conflictos en aspectos cruciales del Derecho Comercial.
Lástima que estos mecanismos no sean suficientemente conocidos por los abogados practicantes. Tal vez por ello son aún muy pocos los que acuden a estas instancias especializadas para resolver conflictos mercantiles. Ojalá que en el futuro próximo haya mayor divulgación sobre la importancia de estas facultades jurisdiccionales en cabeza de autoridades administrativas. Ello podría favorecer enormemente el desarrollo del Derecho Privado en Colombia. Al menos en este ámbito restringido podría ocurrir que resultara mejor un buen pleito que un mal arreglo.
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