Columnistas on line
Crisis moral y golpes de Estado
04 de Julio de 2012
Omar Herrera Ariza
Abogado y exdocente universitario
Una de las notas características que la modernidad imprimió a los regímenes políticos nacidos a su amparo fue la de radicar en el pueblo la noción de soberanía; en ejercicio de la misma las comunidades de ciudadanos, representadas por sus delegatarios, decretan y promulgan, compendiadas en una Constitución, las normas y el marco jurídico que garantiza la convivencia, la justicia y el orden político. El poder constituyente es delegable en el Congreso, órgano legislativo del Poder Público, para que, cuando sea menester, por vía de las reformas que considere indispensables, adecue el ordenamiento a los fines esenciales del Estado.
Pero ese poder constituyente delegado que el pueblo ha conferido a la Rama Legislativa no es omnímodo; el Congreso no está facultado para sustituir la Carta Política ni modificar sus cláusulas esenciales, es decir aquellas que condensan su espíritu y expresan su esencia; no puede el legislador, por ejemplo, proscribir la prevalencia del bien común sobre los intereses particulares.
El parlamento colombiano, con la honrosa excepción de un puñado de sus miembros, decidió suprimir mediante acto legislativo del 2011 el conflicto de intereses para los congresistas en tratándose de decidir modificaciones a la Constitución. Así quedó abierta la puerta que permitirá privilegiar el interés particular de los parlamentarios sobre la noción del bien común. Fue ese acto legislativo el primero en los últimos tiempos de una serie de golpes de Estado cometidos contra la Constitución, en cuanto modificó el principio fundamental de la prevalencia del interés general.
Los otros atentados vinieron enseguida con el auspicio y acompañamiento del Ejecutivo: con el pretexto de atender las demandas de justicia, una reforma que violentó el equilibrio de poderes instauró un régimen de irritantes privilegios judiciales para quienes legislaban en causa propia, otorgó fueros a quienes no lo ameritaban y poco o nada dispuso para que el ciudadano del común materializara su derecho a una justicia pronta y cumplida.
Fue tan ostensible y tan grave el golpe a la Constitución que el propio Gobierno, el mismo que lo había patrocinado, presionado por la indignación nacional, se declaró “horrorizado” y dispuso un remedio igualmente golpista: en contravía de la Constitución resolvió abortar la reforma mediante la insólita decisión de convocar a sesiones extraordinarias para que en el curso de estas un Congreso genuflexo diera entierro de tercera al Frankenstein que ambas ramas habían engendrado. Logró el Gobierno la concreción de la más absurda paradoja: para restablecer el orden jurídico quebrantado por una reforma que alteraba la esencia de la Constitución, acudió al mismo procedimiento golpista de vulnerar las competencias y prescripciones consagradas en la Carta, como que ninguna norma lo faculta para abstenerse de promulgar una reforma o proponer objeciones a la misma, ni existe precepto que valide las sesiones extraordinarias como escenario para sepultar lo que a lo largo de dos legislaturas se ha discutido y aprobado.
Esa sucesión de golpes de Estado que legisladores y Ejecutivo han perpetrado contra la Constitución ocurre en el marco de la más grave crisis moral vivida por la República. Estos son tiempos en los que el más crudo utilitarismo gobierna la conducta de amplios sectores ciudadanos con las clases dirigentes a la cabeza. Ahora, como nunca, el valor de lo público se difumina; los líderes consideran que se deben a sí mismos y que la circunstancia de haber contado con el favor de los electores los libera de responsabilidades públicas, como con cinismo lo proclamó el senador Merlano cuando un modesto policía le reclamó respeto por las normas del tráfico. Es la época en que la búsqueda incesante de riqueza y de poder hace pensar a la dirigencia que más importante que organizar la sociedad en torno a principios de justicia y equidad, es garantizar sus privilegios personales y de clase.
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