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Un Gran Acuerdo Nacional por la Justicia
28 de Septiembre de 2017
Enrique Gil Botero
Ministro de Justicia y del Derecho
La imagen del juez, desde sus inicios, ha sido la de un hombre recto, virtuoso y prudente, precisamente por la gran responsabilidad que tiene a cuestas, que en otra época fuera considerada un encargo divino. Aristóteles había dicho que cuando los hombres están en desacuerdo recurren al juez, porque ir al juez es ir a la justicia. Hoy, el poder de resolver conflictos a través del Derecho encarna (o debería hacerlo) uno de los mayores honores que pueda tener una persona en una sociedad políticamente organizada.
Lamentablemente, nuestro sistema de justicia formal no vive sus mejores días. Los recientes hechos de corrupción denunciados en las altas cortes nos preocupan y entristecen. Las altas cortes, que en otro tiempo representaron verdaderos templos de probidad y rectitud, la esperanza ciudadana frente a los abusos del poder, hoy son vistas como centros donde se comercia con la justicia y posa sobre ellas un manto de duda que ha generado la profunda crisis de legitimidad en la que hoy nos encontramos.
La desconfianza ciudadana frente a la Rama Judicial ha llegado a niveles alarmantes y este es un hecho de suma gravedad que amenaza el proceso de transición a la paz.
Conocer estos hechos de corrupción (que no son los únicos males de la justicia) y chocarnos de frente con esta realidad que hasta hace unos años estaba en la sombra tiene un efecto positivo: es una oportunidad para convocar un debate abierto, sereno y democrático. Por ello, propongo un Gran Acuerdo Nacional por la Justicia como un espacio de deliberación democrática con participación de todos los sectores de la sociedad: academia, Rama Judicial, ciudadanos, partidos políticos y, por supuesto, el Gobierno Nacional.
Llamo a todos los sectores políticos del país a dejar de lado las disputas, reunirnos en torno a los principales problemas de la administración de justicia y plantear las mejores soluciones para recuperar la imagen del juez como un tercero independiente e imparcial.
Este Gran Acuerdo debe dirigirse, según mi criterio (el cual está abierto, por supuesto), a cuatro pilares fundamentales: (i) la supresión de los poderes electorales de los jueces, (ii) una instancia de juzgamiento de los magistrados de altas cortes, (iii) la educación jurídica y (iv) la descongestión judicial.
Desde que fui presidente del Consejo de Estado, y hoy como Ministro de Justicia, he sostenido que los poderes electorales de los magistrados de altas cortes, además de demandar mucho tiempo y energía –cuestión no menor debido a la congestión- han perjudicado el óptimo desempeño de su función natural, que es administrar justicia.
El constituyente Hernando Yepes tenía razón cuando advirtió que estas funciones eran un regalo envenenado para la Rama Judicial. Debemos procurar que el juez evite, lo que llama Ibáñez[1], las relaciones peligrosas, es decir, estar por fuera de las dinámicas propias de la democracia representativa y firmar el divorcio de los jueces con los partidos políticos.
Segundo, veo necesaria la conformación de una instancia de juzgamiento de los magistrados de las altas cortes. La Comisión de Acusaciones no ha demostrado eficiencia para ejercer esta labor. Paralelo a esto, resalto la necesidad de fortalecer mecanismos de autotutela en las cortes y darle vía libre a los procesos de rendición de cuentas. Como lo señala la Corporación Excelencia en la Justicia, el acceso a la información no solo debe ser posible, sino, además, sencillo, por una administración de justicia transparente y abierta.
Tercero, el mejoramiento de la calidad de la educación jurídica es una necesidad urgente. Se deben aumentar los mínimos de calidad de los programas de Derecho e incluir nuevos requisitos para el otorgamiento del registro calificado de estos programas y para el ejercicio de la profesión. Así mismo, rescatar una formación fuerte en valores y ética profesional. Se hace necesario recuperar el prestigio de la profesión de abogado y darle el enfoque humanista y de servicio social que debe tener.
Finalmente, la administración de justicia requiere de soluciones que procuren, de una vez y por todas, que las decisiones judiciales sean tomadas con prontitud, porque una justicia tardía deja de ser justicia.
Lastimosamente, el instrumento que previó el constituyente para la protección de los derechos fundamentales se ha convertido en el principal factor de congestión de los despachos judiciales. Se ha insistido en la necesidad de reformar la acción de tutela y considero que es un tema que también debe ser objeto de un amplio debate democrático, sin que ello implique una disminución de las garantías fundamentales de los ciudadanos y las conquistas conseguidas a través de esta acción.
Como conclusión, tengo que advertir que, por más ajustes institucionales que se realicen, los problemas de corrupción en la justicia que nos aquejan y entristecen no desaparecerán con la sola disposición de normas. Esta es una cuestión del ethos de los actores de la justicia, por ello más allá de las soluciones jurídicas necesitamos un vuelco cultural, debemos superar esa descripción de país que con tanta agudeza hizo nuestro Nobel de Literatura: “Somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad (…). En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo[2].
[1] Ibáñez, Perfecto Andrés. Tercero en discordia, Jurisdicción y juez del Estado constitucional. Madrid, Editorial Trotta, 2015. p. 150.
[2] García Márquez, Gabriel. Por un país al alcance de los niños, en el documento Informe de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, Imprenta Nacional, Bogotá, 1994.
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