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Crisis de “la justicia” en Colombia
29 de Septiembre de 2017
Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho
Universidad de los Andes
“La justicia”: ese es el nombre que se le da en nuestro país a las instituciones estatales de adjudicación. El manejo, procesamiento y eventual resolución de conflictos y disputas se da, además del Estado, en muchos otros sitios. Hay, por ejemplo, muchas instituciones no estatales que hacen procesamiento de conflictos: la familia, la escuela, la universidad, los sitios de trabajo, las asociaciones de personas, las comunidades indígenas, etc. Para que haya adjudicación de un conflicto se requiere que el tercero, por encima de las partes, tenga capacidad de imponer su decisión con coerción a las partes y que, además, tenga normas de referencia válidas para aplicar dentro de un grupo. Esto lo hace un padre de familia, un jefe y, por supuesto, un juez (en las muchas variedades en que ellos existen). Y, además de la adjudicación, hay otros mecanismos y técnicas para afrontar el conflicto (entre ellos, la renuncia al reclamo, la negociación directa y el amplio mundo de facilitación del diálogo por parte de un tercero). De los datos que tenemos, la adjudicación estatal solo lidia con 10 de cada 100 conflictos que la gente considera suficientemente serios y persistentes en su vida como para requerir de procesamiento explícito.
Se dice, pues, que “la justicia” estatal está en crisis. Y siempre lo ha estado. Para empezar, no se trata de una institución especialmente popular o querida. Es como si esperáramos que el “prefecto de disciplina” de un colegio fuera también especialmente popular o querido. Y es que “la justicia” se presta para infligir trauma sicológico a sus usuarios. En “la justicia” (por oposición a la mediación) se examina la conducta de dos personas y a una de ellas se le dice que lo que ella pensaba o creía de una situación era equivocado y, peor aún, normativamente incorrecto. Que lo que pensaba que era suyo (una cosa, un derecho), en realidad era de otro. La mayor parte de la gente no se convence de esta verdad que “la justicia” le espeta en la cara y prefiere seguir pensando que el juez se equivocó. Cada perdedor de pleito tiene una historia que contar sobre las injusticias de “la justicia”.
Otras instituciones de procesamiento de conflictos tienen mejores resultados de satisfacción para las dos partes de una disputa. La mediación y la negociación, por solo poner un ejemplo, ponen en juego procedimientos con mejores resultados sicoterapéuticos para ambas partes: en la negociación, las partes relativizan y armonizan sus diferencias; en la adjudicación, en cambio, las radicalizan. En esa radicalización de posiciones, se atrinchera el enjuiciamiento negativo de la conducta del otro y se justifican más hondamente las propias acciones. Al perder el caso frente el juez, por supuesto, se aumenta significativamente el trauma sicológico. Y para lidiar con el trauma, la gente se distancia de “la justicia”.
Los abogados, de otro lado, no ayudamos mucho al manejo o a la reducción del trauma de perder el caso. Para justificar las propias decisiones profesionales, reforzamos el sentido de desorientación e incomprensión frente al fallo negativo del juez. También nos sentimos traumatizados. Pero, claro, nuestro trauma es más ficticio e inauténtico, porque, por pura experiencia, sabemos que los casos se pueden perder y que ello puede ocurrir previsible y razonablemente.
Es muy difícil, por tanto, que la gente sienta afecto por “la justicia”, cuando se trata de una institución ríspida, pesada, que imputa responsabilidades y que le dice a la gente que actuó mal y que su versión de la historia es incorrecta. No acomoda, ni lima, ni disipa las diferencias, sino que las radicaliza dramáticamente para luego juzgar la conducta frente a hechos. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en ese sentido, no es una justicia ordinaria. Es “alternativa”, entre otras cosas, porque se construyó en un proceso de negociación previo para que en su funcionamiento las dos partes tuvieran suficientes ganancias terapéuticas, simbólicas y materiales para que fuera aceptable y se redujera el trauma del delito y de la condena. Si funciona bien, en la JEP sabemos quiénes van a ser condenados, investigaremos conjuntamente por qué hechos serán condenados y los presuntos responsables ya estarán en modo de atrición y contrición, no de resistencia y radicalización. Sicoterapéuticamente, la JEP es una justicia bastante alternativa, negociada y restaurativa. Fuimos capaces de diseñar algo que fuera justicia para las víctimas y que, sin embargo, les diera espacio sicológico y político a los acusados para reconocer responsabilidades y reconciliarse con sus antiguos antagonistas. Es adjudicación basada en negociación. Esta realidad alternativa, empero, tiene dos problemas: no todo el mundo cree el argumento que acabo de hacer y, segundo, no es fácil traspasar este diseño armonizador de diferencias a “la justicia” ordinaria.
Además de todas estas ingratitudes naturales de “la justicia”, atribuyendo culpas y radicalizando posiciones, ella funciona con muchos lastres. Es hierática y especializada, porque funciona entre letrados que poco o nada explican. Es lenta y le impide a la gente seguir con su vida y hacer duelo frente a sus conflictos. Es caprichosa, porque el conflicto sustantivo se decide en cualquier formalismo. Es costosa, porque los usuarios tienen que pagar, y mucho.
Finalmente: si a todo ello agregamos que parece que hay jueces que enjuician nuestros hechos y, al mismo tiempo, sesgan su juicio, porque extorsionan a las partes, apague y vámonos. Su labor ya es suficientemente difícil y traumática como para agregar esta indignidad.
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