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28 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 22 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

El temor al rostro de la toga (I)

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Helena Hernández

Jueza Penal

Twitter: @Helena77Hdez

Una de las garantías del debido proceso es la imparcialidad de quien juzga, lo que implica su ajenidad a los intereses de las partes contrapuestas en el proceso, la ausencia de prejuicios, la independencia y objetividad para decidir conforme a criterios racionales basados en la evidencia. Esta imparcialidad de hecho probablemente no genere mayores desacuerdos, contrario a la noción y límites de la apariencia de imparcialidad.

Sobre esta segunda acepción recaen consideraciones propias del necesario respeto y confianza por la administración de justicia, que podría quebrantarse por cuestionamientos sobre actuaciones de jueces y juezas en escenarios extrajudiciales (tema que no ha sido ajeno al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, aunque aún sin suficiente desarrollo, menos a nivel local).

Pero, ¿qué implica la imagen o apariencia de imparcialidad? ¿Qué relevancia merece y por qué importa delimitar sus contornos? Sin duda, asegurar la confianza en la justicia no es un fin sobrante, y ello sustenta mayores restricciones a las actividades públicas de funcionarios(as) judiciales. Por otro lado, esta fijación de límites claros también es garantía para quienes juzgan, pues podría evitar excesos, por ejemplo, a sus límites del ejercicio de la libertad de expresión, que deriven en censura y persecución en su contra, bajo la excusa de asegurar la imparcialidad y su apariencia.

Sobre la libertad de expresión de funcionarios judiciales, se tienen interesantes precedentes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), comenzando por López Lone y otros vs. Honduras, en el cual se analiza el caso de tres jueces y una magistrada de la República de Honduras que se manifestaron en contra del golpe de Estado y a favor del restablecimiento de la democracia.

La Corte IDH resaltó que la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) también garantiza el derecho a participar en política, la libertad de expresión y el derecho de reunión de personas que ejercen funciones jurisdiccionales, sin que estos derechos sean absolutos, y deban tener restricciones distintas en quienes administran justicia. Sin embargo, dichas restricciones no pueden ser abusivas o arbitrarias, debiendo estar previstas en ley, perseguir un fin legítimo y cumplir con los requisitos de idoneidad, necesidad y proporcionalidad.

Reitera la Corte el consenso regional en cuanto a la necesidad de restringir la participación de los jueces en las actividades político-partidistas, pero también señala que la limitación de participación en este aspecto no debe ser interpretada de manera amplia, de forma tal que impida que los jueces participen en cualquier discusión de índole política, citándose al perito Leandro Despouy, quien adujo que puede constituir un deber para los jueces pronunciarse “en un contexto en donde se esté afectando la democracia, por ser los funcionarios públicos[,] específicamente los operadores judiciales, guardianes de los derechos fundamentales frente a abusos de poder de otros funcionarios públicos u otros grupos de poder”. En igual sentido, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos afirmó que la legítima protección de los principios de independencia e imparcialidad de la función judicial no puede significar la expectativa de acallar al juez respecto de todos los asuntos de relevancia pública, debiéndose balancear las tensiones de derechos.

En un precedente posterior, sentencia del caso Urrutia Laubreaux vs. Chile, se responsabilizó al Estado chileno por la sanción disciplinaria impuesta a un juez, debido a la publicación de un trabajo académico que reprochaba las actuaciones de sus superiores jerárquicos –Corte Suprema– durante la dictadura militar, determinando que no es acorde a la CADH sancionar las expresiones en un trabajo académico sobre un tema general y no un caso concreto.

Como lo compendia Johanna Giraldo Gómez[1], el estándar interamericano protege las expresiones críticas de jueces sobre el sistema del que hacen parte, así como la defensa de su propia labor, lo cual es importante para el mismo desarrollo jurisprudencial, el carácter interpretativo y transformable del Derecho, además de garantizar la independencia de los funcionarios judiciales, incluso dentro de la Rama Judicial.

Si la apariencia de imparcialidad tiene como fin la consolidación de la confianza ciudadana en los jueces, habría que cuestionarse por las veces que dicha pretensión de apariencia se desdibuja para impedir un ejercicio dialógico, crítico; incluso, de acercamiento a las ideas del juez.

Tal y como lo dispone el artículo 17 del Código Iberoamericano de Ética Judicial: “La imparcialidad de juicio obliga al juez a generar hábitos rigurosos de honestidad intelectual y de autocrítica”. Genuinamente inquiero, si no representa mayor garantía para la ciudadanía la honestidad intelectual e ideológica de quien juzga, cuando es advertida en escenarios académicos, públicos, deliberativos y de opinión, ¿cómo proteger la imagen institucional y a su vez garantizar que los funcionarios judiciales aporten en escenarios extrajudiciales sin presiones indebidas y riesgos de censura? ¿Cómo evitar que la apariencia de imparcialidad sirva de pretexto para disminuir excesivamente la garantía de libre expresión de los jueces? ¿Existe temor de mirar a quien a la postre podría juzgarnos? ¿Subyace alguna artificiosa noción de inalterabilidad o divinidad de la función de juzgar que repele humanizar al juez y aceptar la dualidad humana? 

 

[1] Libertad de expresión de funcionarios judiciales: A propósito del caso Urrutia Laubreaux vs. Chile de la CIDH: https://www.ibericonnect.blog/2021/03/libertad-de-expresion-de-funcionarios-judiciales-a-proposito-del-caso-urrutia-laubreaux-vs-chile-de-la-corte-idh/

 

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