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25 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 9 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis


La verdad oculta detrás de una ley que sugirió el pago de sentencias y conciliaciones

02 de Julio de 2020

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Elver Javier Baquero Huérfano

Director Jurídico Aliados Capital SAS

Abogado especialista en derecho procesal de la Universidad Libre

 

Cuantas dudas y qué difícil resulta presumir la buena fe ante una disposición tan sospechosa, insegura e inconclusa como la promulgada en el Decreto 642 del 11 de mayo del 2020, por medio del cual se reglamentó el artículo 53 de la Ley 1955 del 2019.

Esta norma, básicamente, elaboró e impuso una minuta para que los beneficiarios finales, que llevan entre 5 y 7 años esperando que las entidades estatales condenadas les cancelen los perjuicios ordenados a través de las diferentes sentencias y conciliaciones proferidas por la Jurisdicción de lo Contencioso Administrativo, se acojan a un “acuerdo”, en el que, quien se sume, además de condonar parte de la deuda, debe renunciar al proceso ejecutivo, a la generación de intereses, al turno de pago asignado, a no poder establecer condiciones o garantías de cumplimiento, a someterse a un contrato marco que no es claro y que deja grandes espacios de interpretación que seguramente obligará a los ciudadanos indemnizados a enfrentarse con un sinnúmero de procedimientos administrativos, judiciales y hasta mediáticos para lograr que les cancelen sus obligaciones.

 

Todo ello desconoce la solidez de una sentencia judicial que hoy, a la luz del Estado social de derecho, funge como un título ejecutivo, claro, expreso y exigible que no tiene discusión y que lo único que se debe hacer frente a este es pagar.

 

Lo que propone el decreto desfigura esa fortaleza del título para convertirlo en un acuerdo “de buena fe”, que resulta risible, si nos detenemos a analizar los hechos que demuestran el comportamiento parsimonioso, desinteresado e irresponsable con que el Estado ha manejado estas obligaciones, al punto de haber entidades con moras de más de cinco años y con normas como la que actualmente analizamos que fortalecen esta tesis de querer desconocer la obligación ordenada. 

 

Renunciar al proceso ejecutivo ante el despacho judicial que profirió la providencia es una actuación procesal que resulta irreversible y que le quita el derecho al acreedor de acudir al único mecanismo judicial efectivo posible para cobrar los perjuicios que le fueron reconocidos, sin perder de vista, que bajo una interpretación taxativa de la redacción de la “cláusula quinta” del acuerdo, el beneficiario final declara bajo la gravedad de juramento: “desistir de la acción ejecutiva contra la entidad estatal”. Esto, además, significaría renunciar a la posibilidad de demandar ejecutivamente el acta de acuerdo o “anexo 1” como lo bautizó el decreto, que se presume presta mérito ejecutivo.

 

Así, el gran interrogante es: si la intención real del legislador en la redacción del artículo 53 de la Ley 1955 del 2019, reglamentado por medio de decreto bajo análisis, es cancelar las obligaciones en mora, ¿por qué obligan al beneficiario final a renunciar a una acción que se extingue con el pago?

 

La única respuesta posible es que el fin es no pagar y limitar los derechos económicos adquiridos de las víctimas de las miles de demandas contra el Estado, ejecutoriadas, en firme, con turno de pago y con moras de más de cinco años, sumergiendo al acreedor en un escenario jurídico lleno de vacíos, complicaciones y vicios que bajo la premisa superior de ser “un acuerdo de voluntades” (ley para las partes) haría muy difícil conseguir que una autoridad judicial profiera una orden de pago o una medida cautelar que obligue al deudor a cumplir con su obligación, porque el título ni siquiera tendrá las características necesarias de claro, expreso y exigible y que nacerá muerto por la imposibilidad legal de ser ejecutivamente reclamado.

 

Intereses

 

Lo anterior no solo es peligroso, sino que, además, los numerales 4º y 5º del artículo 5º del mencionado decreto establecen que el beneficiario final debe renunciar a la producción de intereses por cinco meses y la entidad estatal tiene un plazo de tres meses para que surta los trámites administrativos necesarios ante el Ministerio de Hacienda (Minhcienda). Ambos términos se cuentan a partir de la suscripción del acuerdo, pero nada dice sobre cuál sería el escenario si, transcurridos los plazos señalados, la entidad no cumple con los pagos acordados, ¿qué pasará con los intereses?

 

Todo apunta a que, una vez firmado el acuerdo, los intereses establecidos por el legislador en las normas procesales del Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo (CPACA) y del Código Contencioso Administrativo, serán relevados por regímenes muy inferiores a los que en la actualidad generan las sentencias judiciales. Así, los derechos económicos que fueron reconocidos a través de largos procesos judiciales y que tenían una expectativa legal de crecimiento financiero establecida por la ley, ahora se convertirán en una liquidez que, día a día, se va devaluando.

 

En consecuencia, ningún fondo de inversión o capitalista privado podrá darle una mano al beneficiario final, adelantando los recursos por medio de una cesión de derechos o comprando la deuda por pagar, lo que, en la actualidad, se ha convertido en el único mecanismo jurídico posible por medio del cual se logra que las víctimas puedan recibir de forma efectiva el pago de sus perjuicios en vida y con energía suficiente para iniciar un proyecto o intentar rehacer el daño probado, mejorando su calidad de vida, la cual fue afectada por la acción, omisión o extralimitación de Estado.

 

La génesis de otras demandas

 

Pero las iniquidades no terminan ahí. Al detallar la redacción del “anexo 1”, que debería llamarse anexo único y obligatorio, se colige que se trata de un acuerdo entre dos partes (el beneficiario final y la entidad obligada) que no tienen capacidad de decisión. Dicho de otra manera: las obligaciones, términos y condiciones ya están previstos, son irrefutables y dependerán de terceros (Minhacienda y otras autoridades del Gobierno Nacional), que, a pesar de ser parte de la administración, taxativamente señalan en la redacción de la ley y del decreto que quien se obliga y quien responde es la entidad estatal, no la cartera de Hacienda, ni las demás entidades que participen en el proceso. Esto será la génesis de grandes afectaciones particulares que terminarán en demandas y condenas contra el Estado, porque seguramente quien se acoja y resulte atropellado perderá oportunidades, se le ocasionarán grandes perjuicios y su viacrucis de cobro posiblemente se extenderá por muchos años más.

 

La responsabilidad del Estado está ampliamente decantada por la Constitución, la ley y la jurisprudencia del Consejo de Estado, lo que significa que será finalmente la administración de justicia la que determine los perjuicios ocasionados y, en consecuencia, condene y ordene subsanar los yerros del Ejecutivo a costa del detrimento patrimonial del Estado.

 

Seguramente, quedará en la impunidad la responsabilidad individual disciplinaria, penal, fiscal y demás de aquellos funcionarios que crean e imponen este tipo de actuaciones, sin perder de vista que, por mandato legal, todas las conciliaciones que hagan las entidades del estado en materia contenciosa administrativa se adelantan bajo unas condiciones procesales especiales definidas por medio de un cuerpo colegiado denominado “comité de conciliación”. Y, lo más importante, estas decisiones tienen un control de legalidad posterior ante un juez de la jurisdicción, quien estudia el asunto en derecho y decide si lo aprueba o lo imprueba, obligación legal que también omitieron y que constituye otro yerro del decreto evaluado.

 

Todo este escenario hace que el Decreto 642 del 2020 sea visto como un mecanismo para dilatar, disminuir la producción de intereses y debilitar la investidura que les da el artículo 297 del CPACA a las sentencias judiciales ejecutoriadas y en firme, desmoronando la obligación de pago que impuso la Administración de Justicia. Lejos queda la intención del Gobierno Nacional de cumplirles a las víctimas y resarcir los perjuicios morales, materiales, prestacionales, laborales, contractuales y demás, ocasionados, probados y ordenados por los jueces.

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