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16 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 11 horas | ISSN: 2805-6396

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Noticias / General

Propuestas NO onerosas para mejorar la justicia penal


¿Se desnaturalizaron absurdamente las figuras de los preacuerdos y el allanamiento a cargos?

07 de Septiembre de 2020

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Mauricio Cristancho Ariza

Abogado Penalista

Subdirector de la Escuela de investigación en criminologías críticas, justicia penal y política criminal - Luis Carlos Pérez.

Universidad Nacional de Colombia

 

Una de las principales cualidades de los sistemas de tendencia acusatoria consiste en lograr que a la etapa del juicio llegue la menor cantidad posible de procesos; paralelamente, aquellos que sí culminan el debate oral deben arribar a tal etapa con una contundente investigación que afiance la pretensión persecutoria y brinde una posibilidad cierta de éxito; bajo tal premisa, los mecanismos de terminación anticipada del proceso penal desempeñan protagónico papel. En este instante se aludirá exclusivamente a los preacuerdos y al allanamiento a cargos, como quiera que son las dos instituciones que más se han desnaturalizado en la Ley 906 del año 2004.

 

Subráyese que la utilización de estos mecanismos materializa una justicia expedita, permite evidenciar eficacia judicial, consigue definir la situación jurídica de los ciudadanos en plazos razonables y representa para el Estado el aligeramiento de la pesada carga que implica adelantar un juicio. La lógica permitiría afirmar que si se anhela el adecuado funcionamiento de un sistema de tendencia acusatoria debería incentivarse la utilización de todas estas formas de terminación adelantada de los procesos penales. No obstante lo anterior, tal raciocinio ha sido atropellado no solo por el siempre populista legislador, sino también, lamentablemente, por la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y la Corte Constitucional.

 

No puede dejarse de lado que la Ley 906 del 2004 lleva en su esencia la preeminencia de los sistemas de terminación anticipada del proceso penal, tanto así que su preludio fue el artículo 14 de la Ley 890 del 2004, que, en un tributo a la falta de política criminal, incrementó la totalidad de las penas del Código Penal (la tercera [1/3] parte en el mínimo y la mitad [1/2] en el máximo). Paralelamente, incorporó un importante monto de rebaja punitiva para quien aceptare su responsabilidad, tasándolo hasta en un cincuenta por ciento (50%) de la pena a imponer. 

 

Tal prerrogativa, que a la brevedad mostró su doble filo, pues no solo permitió que el reconocimiento de cargos fuese una atractiva figura, sino que también evidenció que implantamos un esquema que da mejor trato a un rico culpable que a un pobre inocente; obsérvese que no es extraño encontrar personas que, limitadas para afrontar un juicio en un sistema que necesariamente es oneroso, prefieren allanarse a cargos anteponiendo una baja condena que les permite acceder a algún beneficio no carcelario, a asumir el riesgo de una eventual pena desproporcionada luego de un proceso que no podrán asumir con integralidad.

 

Los primeros golpes a estas instituciones provinieron del legislador, inicialmente con la Ley 1098 del 2006, Código de la Infancia y la Adolescencia, que en su artículo 199 precisó que para los delitos contra la vida e integridad personal, libertad, integridad y formación sexuales, o secuestro cometidos contra niños, niñas y adolescentes, no procederán las rebajas de pena con base en los preacuerdos y negociaciones entre la Fiscalía y el imputado o acusado; tal precepto fue interpretado por la CSJ en el sentido de entender allí incorporada la figura del allanamiento (29901, 28451 y 28086 et al.).

 

Posteriormente, se profirió la Ley 1121 de la misma anualidad en la que se prohibió para los delitos de terrorismo, financiación del terrorismo, secuestro extorsivo, extorsión y conexos, las rebajas por “sentencia anticipada y confesión”, recortando al paso la concesión de subrogados penales o mecanismos sustitutivos de la pena privativa de la libertad. Vendría luego la Ley 1453 del 2011 que, bajo la égida de “seguridad ciudadana”, redujo considerablemente el monto de la rebaja a conceder en casos de flagrancia y, más recientemente, el artículo 5º de la Ley 1761 del 2015, sobre feminicidio, indicó que para las personas que incurran en este delito solo se le podrá aplicar un medio del beneficio de que trata el artículo 351 de la Ley 906 del 2004.

 

Pero el populismo pareció invadir los terrenos de las altas cortes. Tres providencias merecen reseñarse, la primera de la Corte Suprema de Justicia en la que, de manera preocupante, reabrió un debate que se creía superado frente a la naturaleza jurídica del allanamiento. Recuérdese que en los orígenes de la entrada en vigencia del sistema acusatorio se presentó una controversia relacionada con la posibilidad de conceder, vía favorabilidad, la rebaja de hasta el 50 % de la Ley 906 a aquellas personas que se habían beneficiado de una reducción de la tercera parte por haberse acogido a sentencia anticipada bajo la vigencia de la Ley 600 del 2000; en un primer abordaje la Corte Suprema negó tal posibilidad, al considerar que se trataba de instituciones distintas, pues el allanamiento requería un acuerdo bilateral, dado que su ubicación en el texto normativo se hizo bajo el epígrafe de los “preacuerdos y negociaciones”. 

 

Fue la Corte Constitucional la que luego de revisar algunas tutelas dio aplicación al principio de favorabilidad penal (T-091/06, T-082/07 y T-356/07), concluyendo la equivalencia de la sentencia anticipada de la Ley 600 del 2000 con el allanamiento de la Ley 906 del 2004, al estimar que para éste último no se requiere consenso alguno con el ente acusador, en tanto el artículo 293 precisa que puede proceder también por “iniciativa propia”. 

 

Tales precedentes conllevaron a que la CSJ replanteara su postura desde el año 2008 (25306), misma que se mantuvo pacífica hasta finales del año 2017, cuando se dictó sentencia de casación dentro del caso adelantado contra el denominado “Grupo Nule” (39831), en la que se revivió el argumento sobre la bilateralidad de la figura del allanamiento a cargos, dejándose expresamente consignada una variación jurisprudencial consistente en que, a partir de ese momento, si una persona decide aceptar su responsabilidad debe contar con el aval del fiscal del caso, y si el delito generó incremento patrimonial su procedencia se supedita al correspondiente reintegro. 

 

Las dudas que a nivel práctico generó esta variación jurisprudencial no son pocas, pues, en primer lugar, la utilidad patrimonial no es exclusiva de los delitos que protegen bienes jurídicos de contenido pecuniario, con lo que un homicidio con promesa remuneratoria o un lavado de activos en el que el sujeto activo devengue algún tipo de comisión podrían entenderse allí comprendidos; en segundo lugar, surgen múltiples controversias a nivel procedimental cuando paralelamente cursan acciones de extinción de dominio o cuando la víctima acepta, en un escenario de indemnización integral, menos valor de lo apropiado; en tercer término, y con especial preocupación, ¿cómo debe procederse en eventos de concurso de delitos cuando no todos implican incremento patrimonial?, ¿qué sentido tendría, por ejemplo en la justicia especializada, que un procesado esté en disposición de allanarse por delitos tan graves como un homicidio en persona protegida o una desaparición forzada, pero tenga que ir a juicio por un hurto calificado, que se hubiese cometido en modalidad concursal, porque no cuenta con recursos para devolver lo apropiado? 

 

Bajo la misma óptica práctica, no tendría sentido que, en determinadas circunstancias, supóngase en etapa de acusación o subsiguientes, se reintegre lo apropiado para acceder simplemente a una aceptación de cargos cuando se podrían obtener mejores beneficios como sería modificar su intervención a título de cómplice, bajar de dolo a culpa o eliminar una eventual flagrancia, escenarios todos que comportarían una rebaja mucho más significativa que la conferida por la simple aceptación. Obsérvese, adicionalmente, que la CSJ fue más allá que el populista legislador, quien, si bien ha limitado o prohibido las rebajas en sede de allanamiento unilateral, nunca restringió el derecho a renunciar a un juicio, como sí terminó aconteciendo con la jurisprudencia en comento.

 

El segundo pronunciamiento provino de la Corte Constitucional (SU-479/19), en el que al analizar, vía revisión, algunas tutelas en las que se cuestionaron preacuerdos en los que la Fiscalía había concedido, a cambio de la aceptación de responsabilidad en casos de atentados sexuales y contra la vida, el atenuante de punibilidad consistente en marginalidad (artículo 56 CP) consideró, luego de hacer un extenso análisis sobre los antecedentes jurisprudenciales de los preacuerdos, que para la concesión de este tipo de disminuyentes debe acreditarse un mínimo de prueba sobre su configuración.

 

 

Tal sentencia sería el fundamento para que, recientemente, la CSJ dictara el tercer pronunciamiento que aquí quiere reseñarse (52227), en el que se explicaron las diferentes modalidades de preacuerdos que pueden celebrarse, distinguiendo, inicialmente, aquellos que requieren de base fáctica de acuerdo a la sentencia de la Corte Constitucional acabada de reseñar; seguidamente aludió a los que no tienen base fáctica pero únicamente se orientan a establecer el monto de rebaja, precisando que si bien existe una discrecionalidad, ésta debe ser reglada atendiendo factores como el momento procesal, daño, colaboración, etc.; finalmente, se explicó que en casos de graves violaciones a los derechos humanos, se debe observar el más alto rigor al momento de celebrar preacuerdos.

 

Estas sentencias han propiciado gran confusión y propinado un contundente impacto a la figura de los preacuerdos, que consisten, justamente, en conceder lo que no se tiene. Si las disposiciones del CPP posibilitan quitar un cargo, que claramente existió, ¿por qué cercenar la posibilidad de conceder cualquier rebaja sobre ese mismo cargo?; adicionalmente, no puede dejarse de lado que el preacuerdo lleva en su esencia la flexibilización del principio de legalidad para liberar el ejercicio de tipicidad; por ello es perfectamente viable decir que un autor puede recibir el tratamiento del cómplice, inclusive en delitos de propia mano, o que una determinada imputación dolosa pueda ser calificada de imprudente.

 

Exigir entonces un mínimo de prueba para conceder alguna prerrogativa es abiertamente gravoso a las garantías de los procesados, pues la existencia de ese mínimo debería llevar a su inicial reconocimiento y no a una negociación. Ante escenarios tan brumosos, algunos funcionarios han optado por dar estricta aplicación a los fallos comentados, quebrantando los fines del sistema acusatorio, obligando a adelantar dispendiosos y costosos juicios con un alto riesgo de impunidad, y acrecentando, sin necesidad alguna, la muy preocupante congestión judicial. Por otra parte, con innegable acierto y con el riesgo que en nuestro país genera contravenir a las altas cortes, algunos jueces han optado por separarse de tales precedentes jurisprudenciales, argumentando la clara inconveniencia que acarrea su aplicación.

 

El problema práctico de las medidas adoptadas es que si hoy día una persona es detenida en flagrancia o acusada de delitos contra menores o relacionados con el terrorismo ya no aceptará cargos, por más culpable que sea, porque sencillamente no le será rentable. Y esto acarreará, contradictoriamente, desgastes adicionales e innecesarios a la administración de justicia, en tanto es preferible para un procesado optar por ir a juicio, ya que allí muchos factores jugarán a su favor, como sería la posibilidad de lograr el vencimiento de términos, la prescripción de la acción penal o aprovechar algún error del ente acusador y alcanzar, inclusive, una absolución. 

 

Así entonces, se halla que tanto la decisión legislativa de quitar beneficios de manera indiscriminada, como la intromisión jurisprudencial pretendiendo regular escenarios que demandan la más alta discrecionalidad, con el propósito quimérico de generar mayores sanciones penales, realmente son retrocesos que conllevan a que verdaderos culpables, con todo el arsenal probatorio en su contra, prefirieran asumir el costoso e incierto proceso penal.

 

Lo que corresponde entonces es derogar, vía legislativa, las limitaciones a la concesión de preacuerdos y allanamientos, lo que en manera alguna puede entenderse como una vía libre para que los fiscales hagan cualquier tipo de acuerdo, pues lo que se requiere, en su lugar, es que mediante directivas del Fiscal General de la Nación se reglamente en qué casos pueden hacerse este tipo de concesiones y en cuáles no, ya que no tiene ningún sentido que si el fiscal instructor cuenta con arsenal suficiente para lograr una condena, conceda grandes rebajas, como tampoco es coherente que si una persona quiere allanarse no se le dé ningún incentivo o que se deje de lado que, en el fondo, no se trata de dar una rebaja a un culpable, sino de lograr una condena contra un inocente.

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