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16 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 31 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

‘Stoner’

33520

Nicolás Parra Herrera

n.parra24@uniandes.edu.co / @nicolasparrah

 

A veces uno llega a los libros; a veces ellos llegan a uno. Stoner, la novela de John Williams, llegó a mí, pese a mi inclinación por dejarlo en la fila de la lista de libros recomendados, aquellos que posiblemente no serán leídos. Un amigo llevaba meses diciéndome: “Tiene que leerse Stoner, esa novela le encantaría”. Mi hábito de postergación solo me permitía responderle: “Algún día” –lejano en el tiempo, pensaba yo. Una noche lluviosa de sábado, pasados cuatro meses después de esa recomendación, mi amigo dejó el libro en la portería de mi casa con una nota: “Ya no tiene excusa”. Yo empecé a leerlo inmediatamente: quizás porque leía la situación como un signo, o porque recordaba sus insistentes insinuaciones de que ese texto estaba hecho para mí o simplemente porque pensaba que el libro tenía que ser demasiado bueno para que él se tomara el tiempo de salir en plena lluvia bogotana a entregarme la novela. Lo abrí, y leí y leí, y con cada página me fue convenciendo más de lo dicho por Morris Dickstein, crítico literario del New York Times Book Review: Stoner es algo más que una gran novela –es una novela perfecta”.

 

Publicada en 1965, Stoner es la tercera novela de John Williams, un tejano de Clarksville que escribió su primer libro mientras servía en el Ejército. Comenzó a estudiar en la Universidad de Denver, donde obtuvo su pregrado y maestría en Literatura, para luego, en 1954, regresar a enseñar en el programa de escritura creativa de la misma universidad hasta 1985. Estas notas biográficas son necesarias para comprender el clima temperamental de la novela, pues como John Williams, William Stoner, el personaje principal de la novela –de ahí el nombre de esta–, también estudió literatura para convertirse en un profesor que vive la academia y que entiende el verdadero propósito de esa forma de vida y de la educación.

 

William Stoner entró en 1910 a la Universidad de Columbia (Missouri) para estudiar agronomía. Sin embargo, en el primer semestre tuvo que tomar un curso obligatorio de literatura inglesa que lo transformó a tal punto que comenzó a estudiar literatura para luego dedicarse a su enseñanza hasta el día de su muerte en 1956.

 

Dos preguntas lo embisten a uno en la lectura de este “clásico contemporáneo”: ¿qué es la educación? y ¿qué es la academia? La primera la aborda la novela con demasiada realidad y nostalgia, con exceso de responsabilidad y algo de crudeza. La novela evidencia que la enseñanza no consiste en transmitir contenidos, sino en experimentar epifanías. O, en las palabras del autor, en lograr convertir a otros para que por medio de una epifanía “conozcan ‘algo’ a través de las palabras que no puede ponerse en palabras”[1]. Ese “algo” que no es otra cosa que un sentido de libertad que nos permite escapar a las limitaciones del propio cuerpo y de la mente. El verdadero sentido de la educación, quiero creer leyendo esta novela, es transformarnos para comprender que, a través de las palabras, podemos alcanzar un sentido de libertad que nos permite experimentar el mundo desde otros cuerpos y otras mentes, alejándonos de nuestra perspectiva para percatarnos de la unilateralidad y ceguera que la envuelve.

 

Ahora la segunda pregunta, ¿qué es la academia? Una primera respuesta la da David Masters, amigo y colega de Stoner, para quien la universidad es un asilo, una casa de descanso para los descontentos, envejecidos e incompetentes. Un lugar que permite ser a aquellos que no se encuentran en el “mundo real”, aquellos que no pueden sobrevivir en él, sea por su inteligencia, por su propensión al fracaso, por su debilidad o por no poderse quedar callados frente a las mentiras y ficciones que mueven a todos aquellos que sí sobreviven en el mundo real. Para otros, como Stoner, la academia es el lugar donde puede ocurrir la educación, ese espacio en el que se pueden examinar los hábitos del pensamiento, las ideas que determinan nuestras expectativas y experiencias. Esto se resume en un episodio de la novela en la que los estudiantes de Stoner llegaron a su clase como él siempre lo había soñado: como si su clase y sus estudios fueran la vida misma y no un medio para un fin específico. La academia es ese lugar donde el sentido de libertad es la vida misma y no una razón para otra cosa, donde se puede suspender la racionalidad instrumental para mostrarnos otras formas de existir y relacionarnos.

 

Para los que hemos sido profesores, Stoner es un manifiesto sobre lo que hacemos, para los que no han sido profesores, es una invitación a buscar esos espacios de “enseñanza” y de “academia” en sus vidas. ¡Pero ojo!, no la encontrarán en la academia de las notas de pie de otras notas de pie ni de las revistas indexadas, sino en la academia como el lugar donde las cosas se hacen como fines en sí mismos, como expresiones de una libertad que no se puede comunicar, pero que nos es transmitida, de mano en mano, a través de los maestros. Para mí, Stoner es una novela que tiene más vida que la vida y al terminarla doy gracias, como lo hace Stoner, por el don de haberme dejado enseñar, por haber sido transformado por otros a través de las palabras y tímidamente convertir a otros a través de ellas. A veces los libros llegan a uno, pero a veces uno llega a ellos para quedarse siempre ahí.

 

[1] Williams, John. Stoner. New York: New York Review Books. 2003.

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