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28 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 16 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

La Ley 1905 del 2018, recapitulando algunas críticas

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Nicolás Parra Herrera

 

El pasado 28 de junio, se promulgó la Ley 1905 del 2018, por medio de la cual se adoptó el examen de Estado como requisito para el ejercicio de la profesión jurídica. Se trata de una ley breve que ha sido ampliamente criticada por abogados y académicos. La norma establece que para ejercer la profesión de abogado -especialmente como litigante-, el graduado deberá, además de cumplir con los requisitos existentes, aprobar el examen de Estado que realice el Consejo Superior de la Judicatura. Así las cosas, para obtener la tarjeta profesional y poder ejercer la representación en procesos judiciales, los estudiantes de Derecho que inicien su carrera después de la fecha de publicación de la Ley 1905 deberán aprobar dicha prueba. Ahora bien, la ley señala que su aprobación ocurre cuando el resultado supere la media del puntaje nacional de la respectiva prueba. Hasta aquí la ley. Las críticas a la norma pueden dividirse en tres partes: unas señalan los inconvenientes sobre lo que dice la ley (críticas al texto de la norma); otras develan las consecuencias negativas que surgirían de esta norma (críticas a las consecuencias de la norma) y, por último, están las que no comparten la noción implícita de abogado ideal que estos requisitos suponen (críticas a la ideología que la norma impone).

 

Dentro de las críticas al texto de la norma, las hay de diversa naturaleza. Ignacio Mantilla en una columna en El Espectador sostuvo las siguientes. Primero, establecer que será el Consejo Superior de la Judicatura el encargado, directa o indirectamente, de diseñar el examen no es otra cosa que afirmar que los mecanismos de control y vigilancia actualmente existentes en cabeza del Ministerio de Educación en relación con la idoneidad de los profesionales del Derecho son deficientes. Segundo, la norma no especifica a qué media se refiere para superar el examen (se presume que es la aritmética), lo cual implica que la calificación no es objetiva, sino referenciada a los demás estudiantes. Así, si en un semestre hay un grupo excelente de estudiantes (digamos que la media sea de 90), quien obtuvo un puntaje de 89 no aprobará el examen, pero si en otro semestre la media era de 70, dicho estudiante hubiera aprobado la prueba. Tercero, hay indeterminación en ciertas expresiones contenidas en la ley como “el CSJ señalará la representación porcentual del puntaje obtenido sobre la media nacional”, pues no es claro qué es una representación porcentual del puntaje obtenido sobre la media.

 

Luego están las críticas a las consecuencias de la norma. El profesor Ramiro Bejarano señaló en este periódico unas cuantas que, a mi parecer, son atinadas. Por ejemplo, indicó que si la finalidad de la norma es lograr que existan abogados mejor preparados, no es claro por qué se circunscribe este requisito a quienes van a litigar y no a todos los abogados (asesores, servidores judiciales, funcionarios públicos, etc.). La consecuencia inmediata de esto (asumiendo que el examen fuera conducente para mejorar la idoneidad) es que “en teoría” existirían abogados de calidad, pero solo para litigar, pues los otros abogados no estarían sujetos a la prueba para ejercer sus labores profesionales. En segundo lugar, asumiendo que la norma sí sea conducente para fomentar la idoneidad de los futuros abogados, no es claro por qué es el Consejo Superior de la Judicatura el encargado de su diseño, pues esta corporación, como lo recuerda Bejarano, vigila y sanciona la ética, no la idoneidad o habilidad de los abogados.

 

Por último, se encuentran las críticas a la ideología que la norma impone. Si bien es entendible que existan acreditaciones para poder ejercer la representación en procesos judiciales, es bastante problemática la noción implícita de “abogado”, “buen abogado” o “abogado idóneo” que sugiere la Ley 1905. Al leer la exposición de motivos quedé asombrado de la visión tan limitada que se tiene de lo que hacemos los abogados, a saber: “aquella persona que ejerce profesionalmente la defensa jurídica de una de las partes en juicio”. Aunque en la exposición de motivos se hacen otras definiciones más amplias y generosas, como por ejemplo un “colaborador con la defensa del valor justicia”, la ley se queda con la primera definición. Por ello, el requisito solo se lo imponen a quienes litigarán. También quedé extrañado porque la gran parte de la justificación de la ley se fundamenta, por un lado, en que existen muchos abogados sancionados por ética profesional y en que hay un excesivo número de abogados en el país. Aunque ambas cosas son ciertas, no es claro cómo un examen de Estado atacara estos problemas, especialmente si dicho examen no es exigible a todos los abogados.

 

La exposición de motivos concluye diciendo que el proyecto se justifica para validar la idoneidad y calidad de los abogados. Yo me pregunto ¿qué es un abogado de calidad? Ciertamente, la noción que se puede leer entre líneas de la ley es que un abogado es aquel que conoce las normas (pues qué evaluará el examen sino eso). Con ello, el proyecto parece desconocer la autonomía que deben tener los profesores y las universidades para repensar (y extender) dicha noción. Es necesario transformar el Derecho con procesos educativos que involucren su aspecto social y ético. Los abogados no solo somos gladiadores en procesos judiciales, también somos solucionadores de conflictos. Cuando entendamos que hay otras formas de defender el valor justicia distintas a un proceso judicial, que hay otras formas de ejercer la profesión con idoneidad y calidad que no solo sea litigando, es que comenzaremos a entender que el problema de la profesión jurídica no se soluciona con exámenes, sino cambiando la conciencia jurídica con la que hemos aprendido y (en algunos casos) enseñado el Derecho.

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