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28 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Mirada Global

La economía colaborativa vs. los enemigos del progreso

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Daniel Raisbeck

 

Hace unos meses, arribé al aeropuerto de Indianápolis (Indiana) y, junto a las señales oficiales que les muestran a los transeúntes dónde encontrar un taxi, un autobús o un alquiler de automóviles, vi otras –no menos legítimas– que indicaban el camino para usar los servicios de Uber o su rival, Lyft.

 

Qué contraste, pensé, con el uso de plataformas digitales de movilidad en Bogotá, donde esa misma mañana el conductor que me llevó al aeropuerto se vio obligado a dejarme en el parqueadero, lejos de las puertas principales del terminal internacional, para evadir la cacería policial contra los usuarios de Uber y empresas similares.

 

Dichas plataformas son del todo legales en EE UU y prohibidas en Colombia, porque, así la tecnología avance a un paso mucho más veloz que el de la política pública (fenómeno conocido en inglés como the pacing problem), en unos países la ley se adapta al progreso con mayor facilidad que en otros.

 

En junio del 2014, el demócrata John Hickenlooper, de Colorado, se convirtió en el primer gobernador estadounidense en aprobar legislación para permitir la operación de compañías como Lyft o Uber. La ley resolvió el problema de las pólizas de seguro de responsabilidad a terceros mientras se presta el servicio, y de cobertura primaria para el conductor durante el “periodo intermedio”, cuando este solicita una tarifa antes de ser asignado a un pasajero.

 

Para Hickenlooper, la aprobación de las plataformas digitales de transporte era prioritario, porque estaba en juego la reputación de Colorado como un Estado líder en innovación. El entonces gobernador afirmó que “las reglas diseñadas para proteger a los consumidores no deben agobiar a las empresas con trámites burocráticos innecesarios, ni suprimir la competencia al crear barreras de entrada (a los mercados)”. 

 

En buena medida, la legalidad de Uber y Lyft en EE UU –ambas empresas debutaron en la bolsa de valores el año pasado (aunque sin mucho éxito para los compradores de la oferta pública de venta)– se debe a que los legisladores han entendido la esencia de la llamada economía colaborativa.

 

Como explica el instituto sueco Timbro, el cual mide la adaptabilidad tecnológica de 213 países en su Índice de Economía Colaborativa, esta funciona gracias a las plataformas digitales y consiste de tres pilares. En primer lugar, una plataforma de economía colaborativa vincula de manera ad hoc a un usuario que demanda un servicio con otro usuario que lo ofrece. La plataforma genera confianza entre las partes, quienes suelen ser extraños, por medio de sus filtros, reglas y controles.

 

Segundo, la oferta del servicio es independiente de la plataforma, la cual no presta el servicio directamente, sino que se limita –a través de la tecnología– a generar el vínculo entre las partes. También brinda algún método para acordar un precio, hacer pagos y recibirlos. La oferta proviene de pares que, de manera descentralizada, ofrecen su exceso de capacidad (por ejemplo, un automóvil para prestar su servicio a través de Uber).

 

Tercero, las plataformas permiten únicamente “microtransacciones” entre las partes, las cuales no transfieren propiedad (la economía colaborativa se limita a los servicios) ni están obligadas a efectuar futuros negocios.

 

A través de las plataformas de economía colaborativa, las empresas tecnológicas suelen expandir la oferta y reducir considerablemente los costos de transacción frente a las industrias tradicionales. Por ende, la economía colaborativa ha enfrentado la fuerte oposición de gremios, industrias y grupos de presión cuyos modelos de negocio se han vuelto rápidamente obsoletos, ya sea del todo o parcialmente, por causa del avance de la tecnología. 

 

La investigación de Timbro sugiere que los países pequeños tienden a ser más idóneos para el libre desarrollo de la revolución tecnológica actual. Los líderes del Índice de Economía Colaborativa son cuatro naciones insulares (Islandia, Turcas y Caicos, Malta y Nueva Zelanda) y un país con menos de 700.000 habitantes (Montenegro).

 

En los países grandes, algunos sistemas de gobierno son más proclives que otros para adaptarse al cambio tecnológico. Como escribe Jennifer Huddleston Skees, del Mercatus Center, en un sistema federalista, los Estados pueden “experimentar con distintos mecanismos de gobernanza para las tecnologías nuevas que causan disrupción”, adaptándose con alguna facilidad a las creaciones de los emprendedores digitales.

 

En parte, la reciente expulsión de Uber en Colombia se debe al alto grado de centralismo administrativo; el sistema es más distante, menos flexible y más vulnerable a la captura por parte de grandes grupos de interés con influencia política.

 

El primer paso en la dirección correcta, sin embargo, puede ser aclarar que el término “economía colaborativa” es un pleonasmo. Como notó Adam Smith en 1776, la mera creación de un abrigo de lana para un jornalero requiere la colaboración entre un número de personas que “excede todo cálculo”. Cualquier actividad económica con un grado mínimo de complejidad es necesariamente colaborativa.  

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