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29 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Cultura y Derecho

El héroe (líder) de la voz suave y el tono mesurado

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Andrés Mejía Vergnaud

 

No son estos los mejores tiempos para el espíritu de consenso. Las palabras de Edmund Burke, ya alguna vez mencionadas aquí, según las cuales todo provecho y todo beneficio humano surge del consenso, del dar y recibir, del renunciar a unas cosas para ganar otras, y de preferir el acuerdo a la disputa, viven hoy entre el olvido y el desprecio. Y de esa misma manera, nuestra época parece ver con desprecio a los líderes cuya bandera es la integración negociada de los intereses humanos, en lugar de la victoria de un conjunto de intereses sobre otros. Es la era de un Donald Trump, no de un Dwight Eisenhower, cuyo estilo de liderazgo integrador vine a recordar gracias a la lectura del magnífico libro Neptune, de Craig L. Symonds.

 

Neptune es una historia completa del desembarco aliado en Normandía, el 6 de junio de 1944. La dificultad de esa operación es difícil de transmitir. Para empezar, había que poner de acuerdo a una serie de países que resultaron ser aliados, no necesariamente porque tuviesen lazos de confianza, sino por el accidente de estar enfrentando a un enemigo común. Hoy pensaríamos que esa parte era fácil: que la necesidad de combatir a Hitler en Europa era evidente. No lo era para todos. Hasta el 7 de diciembre de 1941, una mayoría de la opinión pública estadounidense se oponía a cualquier ingreso de su país en esa guerra. Luego de esa fecha, en la que ocurrió el ataque a Pearl Harbor, la opinión pública pasaría a demandar acción contra el Imperio Japonés en el Pacífico, y no necesariamente veían que hubiese que actuar contra los nazis. Esto, pese a que Roosevelt y el alto mando militar desde antes se habían dado cuenta, como explica Symonds, de que la entrada de EE UU en la guerra era inevitable, y de que la prioridad en ella sería el combate a Alemania.

 

Difícil poner de acuerdo a todos: a los británicos, más lúcidos sobre la realidad de la guerra que venían combatiendo hacía tres años, y más experimentados en gran estrategia militar, pero muy necesitados de los vastos recursos norteamericanos. O a los franceses en el exilio, cuyas relaciones con los británicos eran entre tensas y malas. Y a los estadounidenses, sentados en su colosal capacidad económica y productiva, pero inexpertos. Y tras bambalinas, a los soviéticos que presionaban por la apertura rápida de un segundo frente, con la autoridad moral de estar enfrentando solos a 260 divisiones alemanas. La tarea de lograr estos consensos en el alto nivel correspondió a Roosevelt y a Churchill, quienes fueron capaces de reconocer un objetivo común superior, y poner de lado sus diferencias para conseguirlo.

 

Pero la tarea subsiguiente, la de formar consensos negociados casi diariamente, en todo lo referente a la logística, a la estrategia y a la ejecución de las operaciones, correspondió a ese gigantesco, pero insospechado líder llamado Dwight Eisenhower, cuya biografía debería estudiarse en toda escuela de liderazgo político, empresarial o social.

 

Insospechado, porque carecía de las calidades que usualmente creemos tienen los líderes. Nada carismático ni impetuoso. No era dado a los discursos. Era general, aunque nunca había participado en una guerra. Pero este hombre, que no tenía palmarés de guerrero, ni voz de trueno, ni una figura imponente, tenía algo, y ese algo resultó ser más importante que todo lo anterior: sabía escuchar. Y le gustaba hacerlo. Respetuosamente escuchaba con calma a los experimentados, pero prepotentes británicos; a los caprichosos franceses, al peculiar Churchill y al impulsivo Roosevelt. Escuchaba a los partidarios de agotar a Alemania mediante el bombardeo estratégico para invadir al final, y también a los que proponían una invasión rápida. Escuchaba a los que querían invadir por Calais, y a los que querían desembarcar en Bretaña. Y tras escuchar, y tras entender respetuosamente todos los puntos de vista, lograba integrar los intereses y perspectivas de cada uno, en soluciones negociadas en las cuales la eficacia no se sacrificaba por el consenso, como usualmente se cree que pasa.

 

¿De qué otra manera iba a ser posible llevar desde Inglaterra hasta Normandía, en el curso de pocas horas en la madrugada del 6 de junio de 1944, a más de 150.000 hombres (y 1.300.000 en los siguientes 20 días), centenares de tanques y vehículos, con todo su equipo y provisiones, enfrentar las defensas alemanas y establecer un asentamiento a partir del cual, en los próximos meses, habría que penetrar en Europa hasta aplastar al monstruo nazi? ¿Y preparar durante largos meses todo lo anterior? Cuando las grandes obras humanas requieren del concurso de muchos, donde todos tienen algo que aportar, pero también tienen muchas diferencias, es la voz suave y pausada del líder integrador la que conduce los verdaderos logros.

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