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19 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 4 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Corte y Recorte

Dios y Caro

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OSCAR ALARCÓN NUÑEZ

 

Todas nuestras Constituciones han invocado a Dios, como legislador, como suprema autoridad, como omnipotente y como supremo legislador. La única que lo omitió fue la Constitución radical de 1863, que dijo que se expedía en nombre y por autorización del pueblo.

 

En la Constituyente de 1991 hubo un largo debate sobre el particular, tanto que Germán Toro y María Mercedes Carranza dejaron una constancia en la que señalaban que el credo religioso es un asunto íntimo de las personas y que la relación entre Dios y el individuo es estrictamente personal.

 

Al final, la Constitución del 91 la expidió “el pueblo de Colombia, representado por sus delegatarios en la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la protección de Dios”.

 

La de 1886, por el contrario, se aprobó “en nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad”. Esa fue la fórmula que redactó Miguel Antonio Caro y que los delegatarios la aprobaron sin discusión. Es que Caro, hijo de José Eusebio, uno de los fundadores del Partido Conservador, y nieto de Antonio José y Nicolasa Ibáñez, era muy religioso. Su tía Bernardina se casó con Florentino González, luego de tener una hija con Miguel Saturnino Uribe. Aquel, paradójicamente, se había declarado ateo. Luego de ser ministro (secretario se llamaba entonces), procurador, parlamentario, candidato presidencial y embajador, cayó en desgracia y se fue a vivir al Perú y luego a Argentina, en donde murió como un modesto, pero importante catedrático universitario.

 

Preocupado su sobrino Miguel Antonio sobre cuál habría sido el destino final de su tío (si había subido al cielo), le escribió a Juan María Gutiérrez, rector de la universidad en la que trabajó González en sus últimos años. Le decía: “Me temo mucho que haya muerto fuera del seno de la Iglesia”.

 

Según Martín Alonso Pinzón, el rector le contestó así: “Mi malogrado amigo González sucumbió en un golpe fulminante de apoplejía y no sé qué le hubiera aconsejado la conciencia en los últimos momentos en estado de razón. No creo, sin embargo, que hubiera pedido lo que se llaman los recursos espirituales, puesto que ningún remordimiento debía experimentar como hombre honrado y justo que era a toda prueba. Pero tranquilícese usted, el alma del señor Florentino González debe hallarse en lugar de elección del mundo desconocido”.

 

Quién sabe si al mismo sitio llegó don Miguel Antonio. Por algo los radicales decían, refiriéndose a los conservadores, que “ellos creen que nosotros creemos que ellos creen”.

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