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24 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 16 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La ausencia de argumentación en los procesos de oralidad

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Javier Tamayo Jaramillo

Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista

tamajillo@hotmail.com, www.tamayoasociados.com

 

El divorcio permanente entre la realidad judicial y la enseñanza en nuestras facultades de Derecho se ha acentuado fuertemente, debido a la imposibilidad práctica de aplicar la teoría de la argumentación en los procesos regulados por la oralidad. Con muy buen tino, la última década ha sido fértil en Colombia, en la enseñanza y el debate de la teoría de la argumentación, basada en las obras de filósofos como Alexy y Habermas. Se trata de que, en una justicia democrática y respetuosa del Estado de derecho, del principio de legalidad y del derecho de defensa, las decisiones judiciales sean racionales, es decir, convincentes, producto de un serio debate entre las partes, y entre estas y el juez, sobre la interpretación de la legislación aplicable.   

 

Pero debido a la necesidad de agilizar la administración de justicia, se concluyó que la causa de esa congestión era la naturaleza escrita de la mayoría de los procesos, razón por la cual se introdujo el sistema de la oralidad, dentro del cual, en una sola audiencia, se practican pruebas, se presentan alegatos, se interponen recursos y se dicta sentencia. Y los que trasegamos a diario por los despachos judiciales nos damos cuenta de la carga infame de trabajo y de responsabilidades que este sistema pone en cabeza de un juez, a quien le es materialmente imposible decidir sobre la marcha, con argumentos serios producto de sus reflexiones y estudios. Y desde la otra orilla, la situación no es menos dolorosa: los abogados, como si fuéramos sabios enciclopédicos, debemos, en alegatos de 20 minutos, presentar alegaciones de conclusión o sustentar recursos. Como consecuencia de esa misión imposible, se está violando el derecho de defensa, y se está incumpliendo el deber de motivar racionalmente las decisiones, ya que no hay tiempo ni inteligencia que permitan, en cuestión de unas cuantas horas, practicar todo ese procedimiento.

 

Dicho de otra forma: la teoría de la argumentación, una de las joyas del buen neoconstitucionalismo, está muriendo en Colombia, pues el desarrollo apurado y acelerado de un proceso impide presentar los argumentos de las partes y del juez. De hecho, estos llegan a la audiencia con la decisión ya casi tomada, pues nadie es capaz de elaborar, mentalmente, una solución racional, inmediatamente se hayan practicado las pruebas y presentados los alegatos. Es imposible para un juez o un abogado, por inteligentes y preparados que sean, proponer, con esa premura, argumentos serios en los alegatos y en las decisiones, ni de digerir mentalmente los argumentos de la contraparte ni del juez, máxime si se tiene en cuenta que lo actuado queda grabado y es imposible revisarlo para refutar los argumentos de la contraparte y del juez. Y este, por inteligente y probo que sea, no es capaz de cambiar la decisión que ya tenía en mente, luego de escuchar los alegatos de las partes. Mejor dicho, las decisiones judiciales corren el grave riesgo de no ser conforme a derecho, ante la imposibilidad de una correcta argumentación y contraargumentación entre las partes, y entre estas y el juez. Sin darnos cuenta, estamos cayendo en el más arbitrario decisionismo judicial, como consecuencia de un procedimiento mal diseñado.  

 

Peor todavía: por la necesidad de fallar lo más pronto posible, muchas de las pruebas pedidas por las partes son negadas por “improcedentes”. Es lamentable, por ejemplo, la forma como se desarrollan los procesos de responsabilidad fiscal en la Contraloría General de la República. Sin argumentos legales y razonables, se niega la mayoría de las pruebas, y los recursos de reposición se resuelven, casi siempre, en contra del recurrente, sin referirse en lo más mínimo a los argumentos de este, y motivando dicha resolución con los mismos argumentos que sirven de base a la decisión impugnada.    

 

Yo invito a los académicos a que revisen cualquier expediente de un proceso oral, para que detecten la pobreza argumentativa de los alegatos y de las decisiones del juez. Con seguridad, verán que por mucho que haya progresado nuestro Derecho, este va naufragando por la premura irracional de los procesos de oralidad. Reitero que este no es un problema causado por los jueces. Es el sistema oral, como tal, lo que impide decisiones argumentadas, racionales y convincentes.

 

Con todo, es justo rescatar la solución intermedia contenida en el Código Contencioso Administrativo, pues este, además de consagrar la posibilidad de que los alegatos y la sentencia se presenten por escrito, en los artículos 181 y 182, establece una audiencia especial para presentar las alegaciones del caso. Esa, me parece, la solución correcta.

 

Finalmente, mientras no se entienda que -con la misma cantidad de jueces de hace años- la gran carga laboral que suponen las tutelas contra decisiones judiciales absorbe casi todo el tiempo de los jueces, el sistema oral tampoco será la solución a la congestión judicial. Este podría funcionar, si hubiera más jueces que no fueran los encargados de fallar tutelas. De hecho, ya los procesos orales están represados y la agilidad que se pretendía no fue más que una ilusión. Tenemos, pues, una justicia igual de demorada, con unas pésimas sentencias huérfanas de una adecuada argumentación, y muchas veces irracionales.

 

Algo hay que hacer, antes de que se cometan más injusticias.   

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