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23 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 5 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Corrupción y cotidianidad

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Julio César Carrillo Guarín

Asesor en Derecho Laboral, Seguridad Social y Civilidad Empresarial

carrilloasesorias@carrillocia.com.co

 

Con la expedición del Decreto 1333 del 2018, que regula algunas situaciones relacionadas con las incapacidades y, más allá de los alcances prácticos de su contenido, se pone en evidencia el afán de evitar desde lo normativo conductas de abuso del derecho que en la línea de lo correcto no tendrían por qué ser motivo de regulación específica.

 

Tener que decir que las EPS realicen la rehabilitación del paciente en el tiempo debido para evitar “incapacidades prolongadas” o que el enfermo obedezca el tratamiento o no sea renuente a acudir a los exámenes para determinar la pérdida de la capacidad laboral o que no pretenda pagos simultáneos de la EPS y de la ARL o que no utilice tiempos de incapacidad en actividades que impiden su recuperación describen una narrativa mucho más profunda que el sano propósito normativo.

 

Esta muestra de frecuentes conductas contrarias a lo que sentimos que no debería ser constituye apenas un síntoma del virus que afecta el día a día de nuestra interacción, más allá de temas como los que aparecían en los puntos materia de la consulta “anticorrupción” y mucho más allá de pensar que solo la norma y la coercibilidad son la solución al problema.

 

Se dirá entonces que esto de la corrupción es un asunto superado que ya “pasó de moda” y que nada tiene que ver con la cotidianidad laboral, pues sentimos de buena fe que es un tema de “los otros” y no del “nosotros”, mientras no cometamos fraudes o robos o agresión física o daño en cosa ajena o cualquier conducta que esté dentro del espectro laboral disciplinario o penal.

 

Sin embargo, olvidamos que el concepto de corrupción no siempre es equivalente a la falta tipificable como delito o a la vulneración comprobada del régimen de obligaciones y prohibiciones.

 

Una manzana se corrompe cuando pierde el principio activo que le da su razón de ser como alimento, en la medida en que dejará de ser manzana para ser otra cosa.

 

En este sentido y en la perspectiva de lo laboral, también podría haber corrupción cuando ocurre pérdida de sentido o descomposición en la actitud respecto de lo que le da razón de ser a nuestra presencia en el trabajo, así no haya delito o falta disciplinaria.

 

Pensamos que, ante la descomposición institucional, la corrupción es una deficiencia del Estado y corremos el riesgo de asumir en la cotidianidad conductas intolerantes, manipuladoras o sin compromiso que no entran en el ámbito de lo penal o de lo disciplinario, pero significan pequeñas dosis de pérdida de sentido.

 

Y entonces el trabajo intencionalmente deficiente, las astucias formales para no prestar el servicio, la utilización del mando para privilegiar egos y soberbias, la manipulación de los niveles directivos empresariales o sindicales para el logro personal a espaldas del interés colectivo, la discriminación por razón de género, el olvido del bien interno que da razón de ser al vínculo, la ingratitud con la oportunidad que se concede, la utilización sin afecto de los instrumentos y equipos, la no aceptación de los errores, el maltrato imperceptible, pero doloroso y tantas otras indiferencias, pueden terminar siendo descomposiciones que contaminan nuestro diario vivir de una peligrosa ausencia de valores y nos lleva, sin darnos cuenta, a engrosar el ejército de “pequeños” corruptos, como si la descomposición por “pequeñeces” no fuera socialmente tan grave como la llamada “gran corrupción”.

 

En suma, podemos ser corruptos cuando perdemos nuestro norte axiológico en términos de humanidad, cuando olvidamos lo esencial de nuestra función y dejamos de lado elementos quizás sencillos, pero fundamentales para generar en los entornos de trabajo verdadero espíritu de cooperación que invite a la comunidad a erradicar el egoísmo y privilegiar el afecto cívico por lo que a todos interesa.

 

Mientras tanto, corremos el riesgo de quedar esclavos de las maravillas de la inteligencia artificial y de la robótica, superados por la precisión del dato, ante el estigma lacerante de ser parte de una comunidad de personas individualmente inteligentes y colectivamente torpes.

 

Es cierto, no somos perfectos. Pero la verdad es que no podemos disculparnos siempre con la imperfección y nunca podremos decir que se hace tarde para iniciar procesos de cambio de actitudes, remover nuestro desencanto y, desde lo más profundo de nosotros mismos, desde ese lugar de nuestro yo donde nos percibimos como seres buenos, promover organizaciones inteligentes... seres humanos en paz que, aunque no estamos exentos de fallar, siempre deseemos acertar.

 

Bien lo hacen las empresas que crean áreas de responsabilidad social o de cultura de inteligencia emocional... pero falta mucho. Las normas que se expiden para evitar los abusos, que no son otra cosa que la pérdida de sentido de nuestro deber de vivir con y para el otro, no son suficientes. Por ello, en la era de la robótica, esta clase de intervención cualitativa de la cotidianidad laboral es un factor diferencial indispensable para conectarse con las nuevas perspectivas de lo jurídico en tiempos de una laboralidad compleja.

 

Hagamos todos la gran consulta en nuestro interior y votemos por el Sí.

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