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25 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 12 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

A propósito de los condicionamientos ambientales en las operaciones de crédito

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Adriana Zapata

Doctora en Derecho

 

En el 2012, la Asobancaria suscribió con el Gobierno Nacional el llamado Protocolo Verde, mediante el cual el sector financiero asumió compromisos en materia de sostenibilidad ambiental. Dichos compromisos fueron ratificados en el 2017, a fin de que el sector incorpore en sus análisis y decisiones variables de tipo ambiental y social, que se concretan en el ofrecimiento de líneas de crédito para financiamiento climático con condiciones diferenciadas, como también en el análisis de los riesgos ambientales y la eficiencia ecológica de las operaciones que se financian con los créditos que conceden.

 

Posteriormente, apareció la Ley 1931 del 2018, mediante la cual se establecen guías para gestionar el cambio climático en Colombia. Allí, en concordancia con lo establecido en el Protocolo, se señala que el Congreso puede establecer un régimen de incentivos para quienes realicen acciones concretas de adaptación y mitigación al cambio climático.

 

Como antecedente de los instrumentos mencionados, desde el 2012 la Corporación Financiera Internacional (IFC, por su sigla en inglés) tiene definidos unos estándares de sostenibilidad ambiental que son exigidos a los prestatarios de los créditos que concede este organismo financiero internacional. La medición se hace aplicando, a su vez, indicadores internacionales que se crucen con este objetivo, como el Dow Jones Sustainability Index y el Global Reporting Initiative. De esta forma, los estándares exigidos por la IFC se complementan con las prácticas bancarias y el marco jurídico local que ofrece incentivos.

 

Como puede verse, nos encontramos frente a tres fuentes bien diferenciadas de normas de conducta, pero que están vinculadas por la misma finalidad, a saber, el apoyo a la sostenibilidad ambiental y la lucha contra el cambio climático.

 

La primera, es decir, el Protocolo Verde de Asobancaria, corresponde a un sistema de autorregulación, que implica que los particulares adoptan decisiones que limitan su conducta. La autorregulación no es extraña en el sector financiero, pues allí existe el antecedente colombiano del Autorregulador del Mercado de Valores, creado por los operadores del mercado, cuyas funciones normativas suponen la adopción de reglas para ellos mismos. La autorregulación integra la familia del soft law al lado de la lex mercatoria, pero se diferencia de ella, pues mientras aquí son los actos reiterados los que determinan el valor normativo de la conducta, en aquella de lo que se trata es de establecer reglas que los operadores juzgan necesarias para el mejor funcionamiento de su mercado.

 

En cuanto a la Ley 1231 del 2018, esta corresponde al clásico “derecho dado” de las fuentes formales caracterizadas por ser el Estado quien determina el contenido normativo vinculante al que se someten los particulares.

 

Aparecen por último los estándares de la IFC para completar el conjunto de disposiciones en estudio. Los estándares son otra fuente flexible de normativa que hace parte del soft law, pero se diferencia de las otras dos fuentes mencionadas, porque aquí de lo que se trata es de que una autoridad reconocida emite lineamientos de tipo general, destinados a que los operadores privados los observen, en aras de corregir conductas que atentan contra bienes púbicos protegidos, correctivos que la ley no tiene previstos. Así, un estándar se emite con el fin de que sea elevado a rango legal o reglamentario o, incluso, de ser exigido como condicionamiento para el acceso a determinados beneficios.

 

Al evaluar este conjunto de normas, lo que salta a la vista es que en la actualidad al sector financiero se le imponen tareas que van más allá de su tradicional evaluación de los sujetos de crédito en términos de su capacidad de pago y la medición de otros riesgos como el SARLAFT, para incorporar en el estudio otras variables, en este caso los impactos ambientales de la operación. Al efecto, desde hace años, existe una iniciativa del G20 que propende por hacer visibles los efectos financieros relacionados con el cambio climático en los diferentes sectores. Se trata del “Task Force on Climate-related Financial Disclosures” (TCFD), desde el cual se han analizado las instituciones financieras, proponiendo indicadores estandarizados que miden los riesgos y oportunidades para prestatarios e inversionistas, urgiéndolas a la aplicación de herramientas de análisis sobre sus portafolios de colocación y hacer las revelaciones correspondientes. El riesgo en este caso emerge del hecho de que la economía global haga una transición hacia modelos que impliquen menor impacto ambiental. Esta iniciativa ha recibido el respaldo de las Naciones Unidas a través de un proyecto piloto que desde el 2018 vincula a 16 grandes bancos internacionales para implementar las recomendaciones del TCFD. 

 

Así, frente a la pregunta obvia de saber si tales exigencias medioambientales hoy son razonables en la medida en que el sector financiero no cuenta con la experiencia necesaria para evaluar estas materias, la respuesta es positiva, porque la previsible transición hacia industrias con tecnologías que impliquen menor impacto sobre el cambio climático podría tener efectos sobre el comportamiento de los respectivos portafolios crediticios. Tal vez esta máxima atribuida a Séneca resume adecuadamente el estado de cosas actual: pecuniae imperare oportet.

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