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20 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 8 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Elecciones, redes y academia

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Catalina Botero Marino

Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Especialista en Derecho Constitucional y Derecho Internacional de los DD HH

@cboteromarino

 

Durante el último lustro, ha resultado particularmente rentable, para algunos estrategas, convertir la política en un espectáculo grotesco. En elecciones altamente competidas, han podido confirmar que la inconsistencia o la mentira no tienen ningún costo electoral. Por el contrario, algunos autores han indicado que muchas estrategias de campaña se han basado en repetir afirmaciones que abiertamente contradicen los hechos, como una manera de crear la imagen de un líder fuerte, que puede desafiar cualquier obstáculo, sin perder apoyo popular. Es la posverdad: mucha gente prefiere creer aquello que se identifica con sus deseos y convicciones respecto de aquello que se encuentra soportado en datos o razones. Y las cámaras de eco (nuestras cuentas de Facebook, Twitter o grupos de WhatsApp) no necesariamente nos ayudan a deliberar más o mejor, pues en la mayoría de los casos se limitan a reafirmar, acríticamente, nuestras propias convicciones. Como lo demostraron votaciones recientes, la manera más eficaz de penetrar esos nichos es mediante campañas negativas especialmente dirigidas a audiencias determinadas (según el contenido que comparten o sus interacciones), para intentar convertir sus miedos, su resentimiento o, incluso, sus creencias religiosas en poderosos sentimientos políticos. Sentimientos de los cuales los estrategas y sus clientes saben sacar buen provecho personal. Si quienes resulten candidatos en el 2018 deciden optar por ese camino, estaremos frente a una de las peores campañas políticas de nuestra historia.

 

¿Hay algo que podamos hacer al respecto? Al menos dos cosas: alfabetización y transparencia digital y cualificación del debate.

 

En cuanto a la alfabetización y transparencia digital, probablemente lo más importante es poner de presente, de forma insistente, los desafíos del uso de redes sociales. Estas tienen un potencial democratizador difícilmente comparable con cualquier otra forma de comunicación. Sin embargo, también han servido como instrumento de manipulación política. La divulgación de información digital falsa a sabiendas de su falsedad y con la intención de engañar al público ha dado recientes e importantes triunfos electorales. Las discusiones en EE UU sobre cómo enfrentar estos fenómenos son de enorme relevancia, entre ellas, la obligación de transparencia respecto de quién compra publicidad política digital y de la audiencia a la que esta se dirige, el control de mecanismos para crear percepciones falsas o los sistemas de identificación de noticias falsas (como el flagging). Hay otras medidas, como la aplicación de los topes en la compra de este tipo de publicidad –muchas veces fragmentada en miles de compradores de pequeña escala-, que deberían estar siendo discutidas por el Consejo Nacional Electoral.

 

Pero, además, es necesario cualificar el debate. Por ejemplo, una revisión rápida muestra que un número muy importante de las discusiones del 2017 tuvieron como eje la Constitución. El tribunal de aforados, el trámite de las 16 curules, el bloque de constitucionalidad, la participación en política de quienes deben someterse a la Jurisdicción Especial para la Paz, la perspectiva de género o la división de poderes fueron temas de discusión cotidiana. Sin embargo, solo algunos de los más importantes constitucionalistas entraron al debate público con el objetivo de aportar argumentos académicos de discusión. En muchos casos, esos argumentos fueron respondidos con insultos o con campañas de desprestigio personal, intentando inhibir y simplificar la deliberación. Esa simplificación de asuntos de gran importancia para la vida de la gente (como sus derechos o la forma como debe ejercerse el poder) es muy útil para quien pretende obtener el poder mediante la manipulación de las emociones, pero es perversa para el futuro del país. Por eso, contra todas las tendencias, creo que los medios y la academia tenemos la responsabilidad urgente de contribuir a complejizar la deliberación e incentivar un debate en el cual las personas tengan más y mejores razones para decidir y los políticos sientan la obligación de dar argumentos consistentes y suficientes, leales a los hechos y responsables con el país. Cuando menos.

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