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24 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Columnistas

El orden de la libertad*

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Sala Edición 5 - Imagen Principal

Salomón Kalmanovitz

Economista e historiador

 

En Colombia, hay un enorme déficit de Estado. Frente a este grave problema, Mauricio García Villegas ha escrito un intenso libro sobre la falta de orden y de libertad en la sociedad que abunda en normas, pero que son fácil y sistemáticamente desobedecidas. La mayor parte de los colombianos difícilmente sobreviven entre la anomia y la violencia.

 

Han sido pocos los intentos de construir unas instituciones sólidas, basadas en la meritocracia, que ordenen la vida de los ciudadanos y que provean los bienes públicos esenciales de seguridad y justicia para todos, intentos entre los que se pueden mencionar los de Alfonso López Pumarejo en los años treinta del siglo pasado y los de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970). Ha sido difícil crear entornos en los que las personas disfruten de opciones de vida grata, de educación y salud con mínimos de calidad o que puedan escapar del crimen organizado, de la extorsión y de la violencia, de que puedan disfrutar de la libertad de elegir sin que los obliguen o los compren o simplemente de transitar seguramente por las calles de las ciudades y por las vías del país.

 

Hay Estado en unas cuantas ciudades, pero se diluye en la medida en que es vetado en sus enormes barrios de invasión, y es casi inexistente en las fronteras y periferias donde gobiernan las guerrillas, las bandas criminales, los narcos y los gestores de la minería ilegal. En palabras de García Villegas, “más de la mitad del territorio nacional tiene un Estado local con capacidad nula o muy baja (...) no son capaces de garantizar los derechos de la gente; no tiene el monopolio de la fuerza, ni el poder de cobrar impuestos, ni una justicia eficaz, ni la capacidad administrativa y técnica para tomar y aplicar decisiones” (p. 137).

 

Donde hay Estado en Colombia no solo es pequeño, sino que está capturado por políticos y sus clientelas que lo hacen intrínsecamente ineficiente. Los ricos pagan pocos impuestos, los terratenientes menos y el resto trata de evadir y eludir. La insuficiencia y la burocracia incompetente del Estado explican por qué es tan incapaz a la hora de ejecutar políticas, garantizar seguridad o impartir justicia. Las carencias institucionales facilitan el incumplimiento de las normas que se producen en forma industrial por el Legislativo y el Ejecutivo. La justicia está desordenada por la tutela y la competencia sin fin entre las cortes. No ayuda que proliferen las notarías que supuestamente garantizan la buena fe en las transacciones, pero que enriquecen a sus dueños con la tramitología que facilita el dolo.

 

La sociedad está segmentada de raíz: los pobres nunca se cruzan con los ricos en los lugares de vivienda, ni en los colegios ni en los comercios y menos en los centros de salud. La desigualdad es la marca nacional, medida por el Gini, que es uno de los más altos del mundo, tanto el general y, peor aún, el de tierras.

 

La cultura de la viveza, de la rebeldía, de la arrogancia o del desamparo reafirman las conductas individualistas que terminan siendo perjudiciales para todos. La cultura basada en una moral cívica de respeto para con el prójimo y de obediencia a la ley se avizoran con dificultad en una sociedad moderna que debe estar cimentada en ellas. Impera, por el contrario, la moral dogmática religiosa, renovada por las iglesias evangélicas que se han tornado en activistas de la política que socavan el Estado laico de derecho.

 

* Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2017.

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