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24 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 5 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Columnistas

Antonio José Cancino: jurista y amigo

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Hernando Herrera Mercado

Árbitro y miembro de la Corte de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Bogotá

 

Me excusarán los lectores habituales de esta columna, en la que esencialmente trato de analizar las vicisitudes del arbitraje, por alejarme en esta ocasión excepcional de esos tópicos y darle cabida al homenaje de despedida al ilustre jurista Antonio José Cancino.

 

Como muchas generaciones, tuve el privilegio de ser su alumno, pero después el destino me honró, de manera más relevante, al darme la posibilidad de trabajar a su lado. De hecho, el doctor Antonio fue mi primer jefe, en tarea, por cierto, que se me antoja calificar de significativa, dada la especial coyuntura de principios de la década de los noventa que encarnó el desarrollo inaugural de la entonces novísima Constitución de 1991.

 

Como se recordará, con posterioridad a la Asamblea Constituyente se instauró un órgano transitorio encargado de avalar la reglamentación de la nueva Carta, en sus aspectos más relevantes. Así emergió la denominada Comisión Especial Legislativa, bautizada trivialmente como “Congresito”, apelativo que surgió no para restarle significación a su mayúscula labor, sino para retratar que sesionaría en tanto se reconstituía el Legislativo, luego de darse la revocatoria parlamentaria ordenada por la constituyente.

 

Por la vía de la precitada Comisión se concretaron importantes asuntos constitucionales, incluidos los impulsados por el Ministro de Justicia de la época, Fernando Carrillo, tales como el desarrollo del nuevo gobierno judicial, el funcionamiento de la Corte Constitucional, el marco efectivo de ejercicio de la tutela y la descongestión de los despachos judiciales. Asuntos en los que, tal y como se puede confirmar en las gacetas de ese decurso institucional, Cancino tuvo un papel determinante. Con ello es fácil reiterar que al doctor Antonio no le quedaban grandes las responsabilidades, ni siquiera las que él mismo se imponía, por citar solo un ejemplo, entre esas últimas, la que lo llevó a efectuar un estudio juicioso de todas las obras de Gabo, para escribir aquel clásico de la literatura jurídica titulado El Derecho Penal en la obra de García Márquez.

 

Sus allegados podemos decir que el doctor Cancino era, a la vez, “provocador” y “convocador”. Me explico. Provocador, ya que fue dueño de una ironía desafiante, pero fina, aunque intelectualmente retadora; convocador, por ser artífice de múltiples escenarios de congregación jurídica, de lo que hace eco su calidad de fundador y mecenas de uno de los primeros institutos profesionales de abogados volcados a la reflexión doctrinal: el Colegio de Abogados Penalistas. De otro lado, es sencillo decir que no se le conocían actos arrogantes, era en extremo humano; ello explica el porqué por las mañanas, al llegar a su oficina, decía que su principal espejo era una caricatura que lo personificaba, colgada a un costado de su escritorio. Recuerdo esa caricatura, ya que, sin duda, era su fiel reflejo vivencial. De trazo recio, como su carácter y convicción de ideas; de una sola línea, porque así también era Cancino, sin dobleces. Leal con sus amigos e, incluso, con sus contradictores; ambos bandos sabían que podían esperar de él. La fraternidad mayúscula para el cercano y la garantía de no apelar a la mezquindad a la hora de confrontar al opositor. Librepensador absoluto, uno de los últimos volterianos; sin acomodos doctrinarios, lo que hoy tanto abunda y, sin duda, “una de las pestes que se está tragando la humanidad entera”, como bien lo sentenciaba para referirse a esta época el maestro Fernando Hinestrosa, precisamente una de las personas más próximas a sus afectos. 

 

El doctor Antonio no rehuía el duelo intelectual ni a los casos legales imposibles, y a ambos acudía con atento apego a las normas que dicta la dialéctica e incluso menospreciando los riesgos que ello le podría traer, como a la postre se dio con ese vil atentado que casi le cuesta la vida. Ese día, se nos fue parte de él; yo creo que, decepcionado de la humanidad, porque bajo la regla moral de Cancino no se entendía cómo alguien pudiera matar a otro por defender una idea. Los años y las dolencias minaron su inteligencia aguda y repentista, porque la vejez, como nos pasará a todos, acecha, no obstante ella nunca menoscabó su dignidad, y será esta última el mejor eco para rememorarlo. Qué no decir de sus frutos académicos. Bajo su hégira su querido Externado consolidó, aun más, una reputada escuela dedicada a la enseñanza del penal. Aunque también habrá de decirse, como en días pasados coincidíamos con el Decano del Rosario, que las semillas de Cancino se esparcieron por varios centros académicos en los que, por aquella época, prácticamente el penal no contaba con descendencia intelectual alguna.

 

A su esposa, la doctora Emilssen, conocida jurista que brilla con luz propia, a sus buenos hijos, Gabriel, Andrés e Iván, el abrazo afectuoso de siempre. A usted doctor Antonio, mis agradecimientos, por su consejo oportuno, por su amistad sin titubeos, por la confianza de haberlo podido acompañar hace ya más de dos décadas profesionalmente, y también por abrirme, bajo la tutela rectoral del maestro Hinestrosa, las puertas del Externado en materias propias del Derecho Constitucional.  

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