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29 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Especiales / Obras del Pensamiento Político


El fin, por ahora, de un camino que nunca acaba

26 de Marzo de 2015

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Andrés Mejía Vergnaud

andresmejiav@gmail.com

@AndresMejiaV

 

Hace aproximadamente 2.600 años, en una serie de pequeñas ciudades que se habían ido formando alrededor de las costas de Grecia y de Asia Menor (hoy Turquía), empezó un camino que no ha terminado. Un camino por el cual la humanidad se elevó y alcanzó grandes logros. En aquella época, por razones que no son necesariamente claras, los humanos le tomaron gusto a una actividad consistente en pensar sobre las cosas. Pensar sobre lo que existía, tratar de entenderlo; perder el miedo a la naturaleza, miedo este que había dominado a sus ancestros. Especular sobre causas, sobre efectos, sobre aquello de lo que están hechas las cosas. Pocos años más tarde, esa aventura especulativa se había magnificado: había alcanzado niveles de complejidad y sofisticación que incluso en el siglo XXI nos asombran. Alguien como Platón, por ejemplo, escribiría libros como Teeteto, cuya penetración y vigencia no pueden causar más que conmoción. Tendríamos a alguien como Aristóteles, buen observador y genio de la lógica. Con ellos iniciamos también nosotros este camino hace varios meses: el de recorrer las grandes obras de la filosofía política occidental, y provocar a los lectores, mediante una presentación breve y siempre insuficiente, a que ellos mismos tomaran los textos y se sentaran a hablar con los grandes autores. Con San Agustín. Con Santo Tomás. Con Maquiavelo. Con Hobbes, Locke, Kant, Montesquieu, Tocqueville, Mill, Marx... Con todos aquellos pensadores que llegaron a la cima siguiendo aquella frase que el gran Sócrates pronunció ante los jurados que decretarían su muerte: la vida sin examen no merece ser vivida.

 

¿Cuáles son las grandes obras?

Por muchas razones, en esta serie hemos tenido que ser selectivos. Nos hemos concentrado únicamente en las más grandes obras. Esto, naturalmente, no está exento de polémica, pues interpretaciones sobre lo que es una gran obra, y sobre cuáles son las grandes obras, habrá muchas. De hecho, a mí, como autor principal de la serie, me ha tocado dejar atrás textos que me han inspirado más que algunos de los que sí comentamos. Porque hicimos el esfuerzo de buscar un criterio lo menos subjetivo posible, y elegimos aquellas obras que, además de exhibir un mayor alcance intelectual, hubiesen hecho un impacto mayor en la historia del pensamiento. Ello produjo una selección disímil en algunos aspectos. Una selección en la que convivían tratados complejos como Summa Teológica, con ensayos simples y directos como El Príncipe. ¿Quién podría sin embargo negar la importancia que cada una tiene en la historia del pensamiento?

 

El color de cada época

Pudimos también observar el rumbo que en cada época iba tomando el pensamiento político. En la antigüedad clásica, conversamos con dos hombres que tenían perspectivas muy diferentes. Platón, quien imaginó una sociedad ideal, basada en su concepto de lo justo; esa sociedad gobernada por los sabios, por los filósofos, e imaginada por los mismos. Y conversamos con el observador Aristóteles, el hombre que examinó la organización política de las ciudades de su tiempo, y realizó la primera disección sistemática y crítica de los diferentes sistemas políticos.

 

Entre los medievales también la perspectiva fue diferente, aunque a ambos los uniera el hecho de encontrar en la doctrina cristiana la raíz de su filosofía. San Agustín, casi un místico, y Santo Tomás, con su rigor analítico. Aquel imaginando a la manera platónica la ciudad ideal; Tomás, ya con el estilo de profesor universitario, analizando sistemáticamente cuestiones.

 

Maquiavelo, quien vivió en el despertar de la modernidad, pero sin que ella se hubiera manifestado a plenitud, se atrevió a escribir de estrategia política: no a fundar ciudades ideales; no a estipular la estructura política propia del credo, sino a analizar las dinámicas de obtención y conservación del poder.

 

La modernidad vino con su estilo muy propio: el de dudar y exigir prueba. Recuerden cómo este espíritu se inaugura con el genial Descartes, quien, sentado al lado del fuego con una bata roja, según su propia descripción, se preguntó qué garantía hay de que aquello que conocemos mediante los sentidos corresponde con la realidad, y asumió el reto de no dar nada por cierto mientras no se le hubiera demostrado. Y algo similar ocurrió en la política: vinieron una serie de filósofos decididos a cuestionar la idea de obediencia al poder: así como Descartes rehusaba creer aquello que no le hubieran demostrado, varios filósofos rehusaron admitir la obediencia al poder, en tanto los fundamentos de dicha obligación no hubieran sido racionalmente establecidos. Fue la misión de Hobbes, Locke, Rousseau.

 

Luego el pensamiento moderno se abriría hacia nuevas áreas de exploración. ¿La principal?, la libertad del individuo con su papel central en la configuración política. Montesquieu reflexionó sobre las características que debía tener un sistema político para que tal libertad estuviera garantizada. Tocqueville previno contra el surgimiento de nuevos tipos de tiranías, tras las revoluciones de finales del siglo XVIII. Kant invitó al individuo a emancipar su propia mente, a pensar por sí mismo. Y abriendo nuevos campos de análisis, propuso los fundamentos de una visión cosmopolita del mundo, la cual debía concretarse, por ejemplo, en la creación de una asamblea de naciones. Mill refinó la teoría de la libertad del individuo y le dio un fundamento más sofisticado: el individuo es libre, en la medida en que sus acciones no afecten injustificadamente a otros.

 

Y vendría el gran sacudón, de parte primero de Hegel y luego de Marx, quien, pensando siempre en Hegel, vio a la sociedad como un proceso permanente de lucha de clases, el cual había conducido a una gran revolución (la burguesa) que a su vez haría crisis. Produjo también un tratado extenso en el que explicaba cuál sería el mecanismo de un colapso inexorable en la economía capitalista.

 

Y de la pléyade de autores contemporáneos tuvimos que seleccionar únicamente a Rawls, productor de una obra cuya genialidad se manifiesta en que los expertos llevan cuatro décadas hablando de ella: una obra que postula un concepto de justicia basado en lo que los individuos elegirían si sus decisiones fueran totalmente imparciales.

 

A muchos, insisto, tuvimos que dejar en el camino. Cosa que no obsta para invitar a los lectores a su disfrute: Critón y Protágoras, de Platón; Ética a Nicómaco, de Aristóteles; El defensor de la paz, de Marsilio de Padua; Los seis libros de la república, de Bodino; Carta sobre la tolerancia, de Locke; Tratado de la tolerancia, de Voltaire; el ensayo Sobre la obediencia pasiva, de Hume; Principios de moral y legislación, de Bentham… Y la lista se haría demasiado larga de allí en adelante, en particular a partir del siglo XX.

 

A los coautores y a los lectores

En la elaboración de esta serie tuvimos la participación de varios coautores, expertos en diferentes autores y épocas: a Ana Isabel Rico, David Armando Castañeda, Nadya Aranguren, Miguel Gualdrón, Sara Posada Isaacs y Alberto Sánchez Galeano, mis más sinceros agradecimientos.

 

Los escritos de esta serie han tenido vida únicamente gracias a sus lectores. Ustedes han demostrado cuán cierto es aquello de que las ideas nunca mueren: han dialogado con hombres que fallecieron hace centenares de años, y como la filosofía no tiene rangos, lo han hecho de igual a igual. Gracias a todos los que nos han enviado comunicaciones entusiastas y sugerencias útiles: pronto emprenderemos otro diálogo con inmortales.

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