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23 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 3 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

“Discurso del odio” y libertad de expresión

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Jordi Nieva Fenoll

Catedrático de Derecho Procesal

Universitat de Barcelona

 

La libertad de expresión es un fundamento esencial de la democracia, y hasta podría decirse que de la inteligencia, como demostraron salvajemente en el 2015 los atentados contra Charlie Hebdo. En primer lugar, la gente se siente mucho más libre cuando habla sin miedo, lo que forma parte de la democracia. Y, en segundo lugar, oír a los demás nos ayuda a mejorar, especialmente cuando dicen lo que no nos gusta, aunque no tengan razón o lo digan de modo ofensivo.

 

Lo contrario de lo que describo es la censura: no me gusta lo que dices y, por tanto, te obligo a callarte, porque no quiero ni escucharte ni que te escuchen. Lo indico de ese modo, porque cabe observar con mucha facilidad que, para la mayoría de personas, la tolerancia por la libertad de expresión depende solamente de aquello que les gusta o no oír o ver. Que algo tan importante como el derecho a expresarse libremente dependa de una variable tan insegura como el “gusto” –ni siquiera la opinión– es peligroso. La libertad bien entendida supone una gran tolerancia mutua por el criterio ajeno, y así como resulta imprescindible la libertad de expresión, no existe un derecho al perpetuo silencio de los demás cuando dicen lo que no nos gusta.

 

Quizás debiera prescindirse de la siempre artificiosa ponderación –la que esforzadamente intentan los tribunales– entre la libertad de expresión y el derecho al honor, porque en la práctica la creo imposible en términos objetivos. Es factible con el derecho a la intimidad, más objetivable, pero el derecho al honor es mucho más etéreo y, por qué no decirlo, algo anticuado. Puede que una sentencia nos satisfaga en el caso concreto, pero en realidad solo lo hace en función de nuestro posicionamiento más próximo al sujeto que se expresó o a la persona aludida, o simplemente, repito, a nuestros gustos. Lo mismo ocurre con un burdo insulto. Depende de quién lo diga, cómo, por qué e incluso cuándo. Pero que nos guste quién lo diga, cómo o por qué, depende a su vez de la volátil opinión pública de cada época, o de un juicio demasiado individualizado como para ser generalizado a través de una norma jurídica que ponga en cuestión un fundamento esencial de la democracia: la libertad de expresión.

 

Lo que digo no anula el derecho al honor, simplemente porque no creo que el honor se defienda eficazmente mandando callar a nadie. Al contrario, de la palabra se defienden las personas verbalmente con argumentos, y quizás no debiéramos mezclar a los tribunales en estos asuntos, es decir, en cuestiones de mera opinión. Es la razón por la que creo que es cuestionable la protección civil del derecho al honor que, por cierto, lo “restaura” ¡con dinero! Y con mucha mayor razón son desproporcionados los delitos de injuria y calumnia. Si el Derecho Penal es la ultima ratio, es decir, la última solución del ordenamiento, no parece que deba ocuparse de estos temas.

 

En el pasado fueron los políticos los que se pusieron escudos contra la sátira, y así nació la censura, hasta que entendieron que no solamente era una obligación democrática permitir esa crítica, sino que, en general, les afectaba bastante menos de lo que pensaban, y hasta podía serles beneficiosa. Algún día deberá llegar esa misma tolerancia por parte del resto de colectivos, religiosos o de cualquier ideología o tendencia. Quizás así, finalmente, todos demostraremos un respeto por la palabra de los demás.

 

El único riesgo, no despreciable, es que, a base de la difusión de una sátira contra un colectivo o persona, se favorezca o desate una persecución, o se promueva entre la población la condescendencia con la misma, tal y como ocurrió con Julius Streicher y su aterrador diario Der Stürmer, que allanó el terreno a la persecución antisemita en Alemania. Sin embargo, la mejor manera de evitar el riesgo no creo que sea acallando a nadie, sino formando e informando mejor a la población, aspecto que tantas veces descuidan los gobiernos, formación que debe incidir sobre todo en materia de derechos fundamentales, precisamente, tan desconocidos, sorprendentemente, para los ciudadanos. No cae en según qué dislates una población con excelentes servicios educativos en todos los niveles, y con unos medios de comunicación públicos que ofrezcan información objetiva de calidad.

 

No es la libertad de expresión la que promueve el odio. El odio tiene otras causas mucho más concretas en la ignorancia y la soberbia que casi siempre lo acompañan, así como en la situación socioeconómica de las personas, que son las que generan las desigualdades que están en la base de dicho odio. Remediándolas e, insisto, educando insistentemente a la población en materia de derechos fundamentales, conseguiremos que nadie escuche a un descerebrado con buena retórica, y lograremos que todos detecten lo único que hay debajo de él: un mal payaso.

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